Cuando Thomas Jefferson redactó la Constitución de la nueva república americana es bastante probable que estuviera pensando en el poder absoluto siempre encarnado por tiranos que, hasta entonces, no habían tenido ningún escrúpulo en hacer uso de las armas contra cualquiera que se opusiera a su voluntad. De nada había servido que ese poder brutal hubiera sido condenado de manera axiomática desde los griegos. Lo que no podía imaginar, en ese momento de la redacción constitucional, fue que muchas de las palabras allí vertidas sobre el papel iban a rodear de un aura de legitimidad, muchos años después, a los peores dictadores que accedieron al poder en Europa durante la primera mitad del siglo XX. Lo peor fue que su antítesis, ganadora en la contienda contra aquellos, y con la que hay relacionarse desde entonces en el continente fue y sigue siendo a todas luces, como toda antítesis, también muy intimidatoria. Así lo constata Lucas Carnac, un profesor de literatura venezolano que se ha instalado en España huyendo de la satrapía de su país. Lucas Carnac es bipolar y tiene una relación muy conflictiva con las medicinas que toma. Sencillamente no confía en ellas. Le gustaría no tener que estar bajo su influencia, antes que esperar a que los medicamentos mejoren su tecnología y pueda confiar más en sus efectos terapeúticos. La enfermedad estaba en estado latente en Caracas, la ciudad donde daba clases en secundaria, pero, contra todo pronóstico, se le ha agudizado nada más poner los pies en Granada, ciudad donde ahora vive. Su problema, según dice, tiene que ver con la forma tan brutal con que lo trata el diablo. Mientras estuvo en su país el diablo está fuera, digamos, del ámbito de su vida cotidiana, pero al llegar a Granada se ha escondido en rincones o huecos a los que no sabe cómo acceder. Aparentemente no tiene ninguna razón para quejarse de la vida que lleva, pero él ha dejado de sentirse valioso tanto en el trabajo como en el seno de su familia. Al contrario de lo que imaginaba el presidente Jefferson, Carnac piensa que el poder absoluto que aquel creía se iba a erradicar de la faz de la tierra, como si fuera una enfermedad, mediante la aplicación cabal de la constitución que redactó, se ha inoculado entre la letra pequeña de sus líneas. Lo que Jefferson no previo, como nadie después de las barbaridades cometidas por los dictadores del siglo XX, fue que el diablo sabe leer. Es más, insiste Carnac, sabe leer mejor que ninguno de los lectores constitucionalistas que han aparecido desde entonces tratando de interpretar cabalmente la Carta Magna . La mejor prueba de ello la tuvo el otro día cuando entró en clase. Hacía dos semanas que les había dicho a sus alumnos que leyeran la novela de Adous Huxley, Un mundo feliz, para que, al cabo de ese tiempo, comentar sus experiencias lectoras en clase. Después del consabido caracoleo alrededor del relato, sin que nadie entrara de verdad en su interior para empezar a leerlo, Lucas Carnac les preguntó, de sopetón, que cual de los dos personajes principales les parecía más acorde con el mundo que les ha tocado vivir hoy en día. Salvo un par de ellos, que se decantaron por la libertad y el romanticismo que les inspiraba Salvaje, la mayoría creyó ver en Mond la encarnación de los neurólogos y genetistas que se encargarán en un futuro cercano de la felicidad de los seres humanos. Todo lo demás, al entender de esos alumnos, significa no aceptar lo que la vida tiene de impostura, fuente principal de todos nuestros males y sufrimientos. El poder absoluto de la ciencia, piensa un descreído Lucas Carnac en las virtudes con que imaginó la política y la educación un soñador empedernido como Jefferson, debe ser interpretado no en el sentido tradicional y cruel del poder de uno solo, sino, muy al contrario, el poder absoluto de la ciencia traerá el disfrute del poder para todos y cada uno. Absoluto en el sentido de que si, por ejemplo, alguien quiere ser guapo o listo lo será, bastará con eso, erradicando el aspecto indeseable de querer ser el más guapo y el más listo, fuente, como todo el mundo sabe subraya Carnac, de lo peor del absolutismo democrático, la meritocracia. Algo que la letra impresa de la Constitución y los diseños curriculares educativos acaban favoreciendo en contra, incluso, de los que leen aquella y escriben estos con lo mejor de su voluntad igualitarista.