jueves, 20 de diciembre de 2018

CALÍGULA 2

Como decía ayer, un hombre perfectamente cuerdo llamado Pablo Derqui sube al escenario y dice que es Calígula, un emperador romano perfectamente loco. El dilema a partir de ese momento se centró en ver si ese pacto inicialmente aceptado entre Derqui y un servidor cumplía las expectativas por ambas partes, a saber, las de Derqui respecto a Calígula y las mías respecto a las de ese artefacto de ficción así creado nada más pisar las tablas del escenario. La pregunta que se despliega sobre el escenario nada más aparecer Calígula vestido de etiqueta, es por que un tipo como ese manifiesta de forma explicita su deseo de poseer la luna no de forma retórica sino literal, como lo hubiera manifestado y exigido un niño, para el que toda la realidad, incluida la de la bóveda celeste, es ficción a servicio de su ilimitada imaginación.  Siempre me ha parecido acertada, para entender la lógica interna de un sátrapa, la razón siguiente compuesta por estas dos proposiciones, a saber, un niño es a un sátrapa como un gato lo es a un tigre de bengala. El Calígula que sale al escenario es un gran felino herido de muerte y acorralado en el centro neurálgico de su imaginación que ha dejado de estar enteramente a su servicio, pues, sencillamente, ahí se ha roto la relación sin tapujos que mantenía con lo infinito. De repente algo falla, pide la luna y la luna no viene. A partir de ese momento y durante el resto de la representación todo son zarpazos de ciego hasta el zarpazo final contra sí mismo. Entre medias quien se haya puesto bajo su área de influencia peor para el, como peor es también, parece decir Calígula en su momento de máximo delirio, para realidad de la luna. Por eso cuesta tanto entender la explosión de los totalitarismos, sobre todo los que vienen legitimados por ideologías venerables, como es el caso de los acontecidos en el siglo XX, bajo cuya influencia escribió Camus su pieza teatral. Lo que hace Mario Gas es construir, por decirlo así, la “guardería” donde el niño grande en que se ha convertido Calígula pasa los últimos años de su vida. Quien entra y sale del escenario a voluntad, quien grita y ordena cuando y cuanto le peta, no es un Calígula político, por mas que el campo semántico de sus palabras así nos lo haga creer, sino un Calígula existencial. ¿Que quiere decir eso? Que lo que se ve y se oye no es otra cosa que lo que Calígula ha hecho con su existencia, mejor dicho, en que se ha convertido con eso que ha hecho o ha dejado de hacer. Ni más ni menos que lo que hace cualquier ser humano con su propia existencia, aunque no le dediquemos el tiempo suficiente a averiguar en que nos hemos convertido o como nos vamos convirtiendo a medida que pasan los años y no conseguimos la luna. Uno de los aciertos de la puesta en escena es la escasa relevancia que Gas le da a los protagonistas que acompañan a Calígula, convirtiéndolos en títeres que se mueven al son de sus gritos y sus órdenes, mientras que interpela en momentos de alta significación, como cuando habla de la hacienda pública o con la insistencia de manifestar su deseo inaplazable de querer la luna, a los espectadores que tiene delante, convirtiéndonos así en cómplices callados de su desquiciamiento. La pregunta se hace entonces ineludible, ¿quien escribe y como los caminos erróneos del poder? ¿No queremos todos la luna ante el abismo que abre ante nuestros pies el tener conciencia de nuestra finitud y nuestra infelicidad? El arco temporal de la obra de Camus arrastra sus preguntas y su misterio desde la época donde la sitúa en los inicios de nuestra era, pero escrita a pocos meses de su acabamiento con las grandes catástrofes de 1945, hasta su aparición ante unos espectadores protagonistas de una actualidad que pudieramos estar tentados de aparentar, mediante el celo con que defendemos nuestro bienestar, no sentirnos tocados por tanta perplejidad que despiden de forma constante, quienes llenan sin descanso el escenario durante las dos horas de su representación.