En una ocasión un periodista le afeó a John Maynard Keynes, autor de la teoría general del dinero, que cambiará de opinión ante lo que estaba sucediendo. Keynes le respondió que él cuando los hechos cambian cambia también de opinión. Es decir, Keynes había aprendido a pensar como vivía. Al contrario de Lenin que, a parte de liderar la Revolución de Octubre de 1917 en Rusia, es también conocido justo por lo contrario, a saber, Lenin siempre defendió que si la realidad no coincidía con lo que él pensaba, pues peor para la realidad. Es decir, seguía empeñado en vivir como pensaba. Ni que decir tiene que el que haya habido poco entusiasmo oficial y oficioso para celebrar el centenario de aquellas dos revoluciones de 1917, la artística dé Duchamp y la política de Lenin, debe ser porque la realidad, digámoslo así, les ha hecho un amable y discreto corte de mangas a esos dos arrogantes señores para significar que peor peor a quien les ha ido peor ha sido a sus respectivas revoluciones, que nacieron con la voluntad explícita de poner patas arriba al mundo, y el mundo les ha respondido de muchas y diversas maneras durante estos cien años que se pueden resumir en que él (el mundo) quien decide poner sus patas como, cuando y donde quiere. Dicho de otra manera (coincidente con Spinoza), el orden de los hechos que determinan el movimiento del mundo es del propio mundo, vendría a decir éste, quita las patazas de tu arbitrariedad de encima, les diría éste a quienes pretender torcerle el brazo. O sea, misterio, mucho misterio, que es lo constituye nuestro ser en el mundo. El último intento de que los seguidores de vivir como pensaban se salieran con la suya, lleva la fecha de Mayo de 1968. Una revolución que sus protagonistas, misteriosamente, la hicieron a medias, pues barrió todo lo antiguo proveniente, para entendernos, de la lucha de clases de sus padres y abuelos, pero no construyeron nada sobre el solar vacío; nada similar al verticalismo totalitario y criminal de las revoluciones clásicas con la francesa al frente. Dejando paso así a una nueva forma de imaginar, que bien podría denominarse lucha de egos, menos dogmática y autoritaria si se quiere, pero, sobre todo, menos predecible que su predecesora lucha de clases. A estos egos los representa con acierto aquello de que “para tener éxito tienes que ser siempre la imagen del éxito.” Es una frase que dice uno de los protagonistas en una de las escenas de la película de Sam Mendes, American Beauty. ¿Qué es lo que ha dado de si, con el paso de los años, esa nueva forma de imaginar que dejó la revolución inconclusa de mayo de 1968? Una forma de vida representada por esa clase media de extrarradio (la que vive en las urbanizaciones que han ido creciendo como hongos a las afueras de las grandes ciudades) a la que pertenece la familia de Lester Burham, su mujer Carolyn y su hija. Si la lucha de clases pretendía acabar de forma abrupta con las desigualdades e instalar por decreto de la razón la igualdad universal, los egos que viven en estas urbanizaciones de la periferia parecía que en un principio se hubiesen desprendido de ese lastre que supone vivir como pensaban, iniciando un modelo de vida que residiera en la necesidad de los ciudadanos de romper con las costumbres más rancias y paralizantes, formado una comunidad basada en ideas claras de quienes son los ciudadanos, que necesitan y a que se oponen. Vamos, pareciera que aquella nueva forma de imaginar pretendía construir, digámoslo así, una nueva Paideia. La cosa, como indica claramente la película de Mendes, no ha ido por aquí, y la lucha de esos egos acabó primero no buscando una vida mejor sino una vida más cómoda y con menos responsabilidades, y en su fase más virulenta, envenenada por el virus del éxito, la vida en esas urbanizaciones periféricas (o lo que es lo mismo, el último intento de hacsr realidad el espíritu revolucionario) se ha convertido en un callejón de odios y de resentimientos, sin salida.