Los entusiastas del cambio a toda costa para poder llevar a cabo sus expectativas han pasado por alto las efemérides más elocuentes que a ese respecto se celebraron en 2017. Ni los trabajadores docentes ni los sanitarios, tan cómplices en las ocasiones del carácter crematístico de sus demandas, tuvieron la gentileza de dedicar algún tipo de recordatorio a lo que sucedió hace cien años, la revolución soviética de Lenin y la revolución artística de Duchamp, por un lado, y los cuatrocientos cuarenta años de la muerte de Baruch Spinoza, por otro. De lo que se trata, al recordar, era volver a pensar el significado que tiene para nuestra vida actual ese arco temporal que va de 1677 a 1917, y que no es otro que la llamada época moderna, inaugurada a trompicones y entre todo tipo de persecuciones por Spinoza y clausurada en falso y en olor de multitud por Lenin y Duchamp. Una palabra separa al holandés del soviético y el francés, lealtad a la tradición del pensamiento de su época para poder llevar a cabo el suyo. En efecto, frente al largo aliento de la lealtad de aquel, la búsqueda desesperada y urgente del atajo en corto por parte de estos. Esta es nuestra herencia. Ítem más, la lealtad conscientemente aceptada forma parte incuestionable del orden natural de todo lo que pertenece al universo que nos rodea, mientras que la infidelidad, como reacción reactiva a esa lealtad, es la herramienta utilizada para provocar el desorden artificial de los seres humanos en ese universo al que, lo quieran o no, siguen perteneciendo. A lo que la lealtad de la filosofía de Spinoza nos enfrenta es, superado el espantajo de la teología vaticana y judía, a la idea de infinito desde nuestra irreductible finitud. Mientras que en lo que ha acabado la altiva infidelidad de Lenin y Duchamp (por seguir con los nombres propios) es en el concepto de cero o menos que cero, pues el mundo nuevo que mediante su deslealtad al mundo antiguo iba a alumbrar con todas las luminarias terrenales ni ha llegado ni se le espera. Y es aquí, al entender de Arozamena, donde entronca ese malestar paradójico de muchos de sus alumnos de segundo de bachillerato, que cuentan como generación con todas las ventajas y también todos los peligros de la era digital donde viven, pero que sufren de forma silenciosa y silenciada la realidad diaria y su corrosiva precariedad laboral y espiritual. Y, sin embargo, ninguno de ellos (progenitores y demás profesores incluidos) quiere oír hablar de volver a poner la mirada en ese concepto de lealtad dentro del orden natural de las cosas. No para copiarlo de forma estricta y literalmente, sino para ver qué discontinuidades ha provocado la irrupción como método de la deslealtad o infidelidad en nuestras vidas, y en qué medida sigue latente dentro de nosotros la necesidad de algún tipo de continuidad con aquellas lealtades ante lo que hemos heredado. Prefiero morirme, dice Alfredo con tono paródico uno de los alumnos de Arozamena, antes que tener que ser fiel a lo que tengo delante, tengo la necesidad, y el derecho, de hacerlo a mi manera, dice convencido, haciendo valer su exaltado orgullo creativo. Arozamena piensa que de ese orgullo creativo, que ha llevado algún activista cultural de última hora a decir en voz alta en más de una entrevista que le han hecho: “los pobres, al fin, crean”, es responsable el atentado simbólico (al que le puso un nombre: fuente), que llevó a cabo Duchamp hace cien años al darle la vuelta a un inodoro y decir que, con ese gesto de absoluta deslealtad a todo lo que hasta entonces se había creado, quedaba inaugurado el arte contemporáneo. O sea, que lo contemporáneo, ya sea social (pues Lenin hizo lo propio con su atentado político contra la legalidad constitucional vigente, no confundir con el zarismo esclavista) o artístico, no sabemos exactamente lo que es, pero lo que sí sabemos es lo que no es, es decir, que no se funda y se fundamenta en la fidelidad o lealtad a lo que ya existe y a su pasado. Sin duda, se queja amargamente Arozamena, es, a parte de la verdad, la educación la principal víctima de este giro que se produjo hace cien años, con transfondo de advertencia spinocista respecto a la abismal deriva en que entraba el mundo a partir de las consecuencias de su infiel itinerario. Una advertencia que nos viene a decir que no es la necesidad de un orden lo que nos estorba, sino la arbitrariedad de quien lo ejecuta. La rebelión no deber ser, por tanto, contra el orden natural de las cosas, sino contra las tiranías contingentes que se interponen en su normal desenvolvimiento. Y nos deja una intuición digna de tener en cuenta en estos momentos de confusión en el aula, en los hogares, en la calle, en fin, en cualquier rincón donde se esconde la deslealtad propia del diablo: si estamos rodeados de forma continua por la imperfección y la finitud, no puede no existir la perfección y lo infinito.