Hay días que ya no puedo indignarme más después de haber leido otra vez el libro de marras, que es como el rojo del camarada Mao, pero no para hacer la larga marcha desde el capitalismo hacia el comunismo, sino para dar vueltas y vueltas alrededor de la misma y única crisis, indignándome, claro está. Entonces me sucede algo raro. Saturado de indignación, lo conveniente es que cogiera un fusil AK 47 y me reuniera con otros muchos igualmente concernidos por el asunto, para cometer una de esas masacres, en sede bancaria por supuesto, que tanto gustan a las portadas de los periódicos. Pues no, ya ve. Lo que me pasa es algo parecido a lo de las grandes borracheras. Carga y calentamiento, algo de bravuconería de salón para sazonar, resaca y descarga, con fuertes dolores de cabeza en el epílogo. Por este orden. Y luego, durante un mes, una gran tristeza, que se parece a una cárcel, siendo mi mente su principal carcelero.
Así, definitivamente hundido, me pregunto por el sin sentido de la vida y lo único que se me ocurre es que la culpa es de Otro, que alguien me debe algo, o me quiere mal, en fin, que el mundo me acosa sin miramientos. Sin embargo, y esto es lo raro a que me refería antes, también me doy cuenta de que me agarro a mi desgracia para poder justificar aquello que en realidad me gusta hacer y que se que no está bien. Pasado ese tiempo, y cuando compruebo que ya me he recuperado, vuelvo a leer el libro de marras y me vuelvo a indignar hasta la extenuación.
No se si era esto lo que pretendia el señor Hessel al publicarlo, pero yo creo que lo he leído al pie de la letra, que es como se han de leer este tipo de libros. Y no seré yo quien diga que tanta indignación es estéril, lo que pasa es que soy muy impaciente y siempre quiero ser yo quien lea a las metáforas, lo cual forma parte también de mi desgracia.