lunes, 2 de mayo de 2011

NOCHES BLANCAS, de Fiódor Dostoyevski


UNA VOZ QUE CLAMA

"Una ciudad es un mundo cuando alguien está enamorado de uno de sus habitantes" (Gerard Durrell). De esta manera, San Petersburgo deja de ser un lugar geográfico ruso, histórico, social y político, a orillas del río Neva y se convierte en un mundo atemporal y universal, cuyo principal monumento, a semejanza de una catedral gótica o el del soldado desconocido, es el recuerdo que levanta con poderío inusitado la voz narrativa, a beneficio de su gloria efímera y del dolor constante que le produce.

Escrita desde la soledad irreductible del narrador, desde la convicción que tiene, y que ya no podrá cambiar por mucho que forcejee con su destino, de que el resto de sus días serán iguales los unos a los otros, viviendo solo hasta que le llegue la muerte. Escrita para dejar constancia y memoria de una experiencia breve pero llena de bienaventuranza, como el mismo dice al final del texto. Escrita, en fin, para otorgar dignidad a su vida, y a tantas otras vidas que como la suya viven situaciones parecidas.

El texto me proporciona estas resonancias al leerlo. La forma de estar escrito es como lo que cuenta. Suena así. Quince años mas tarde podía haber elegido un tono mas neutro, mas descriptivo y alejado de la propia experiencia, o mas resentido, o incluso mas pedagógico o epifánico, sin embargo, elige ese tono evocativo como si lo estuviese volviendo a vivir. Es evidente que quiere que el lector, a quien interpela de manera directa desde la primera frase, lo oiga de esa manera. Tal y como es, sin mascaras ni poses interpretativas. Durante las cuatro noches el narrador construye el relato y al mismo tiempo se construye a si mismo dentro de ese relato.

Sorprende leer un texto que esta fuera del discurso de la razón, con sus causas y sus efectos, su por qué y sus acasos, su afán demostrativo y su determinación concluyente, pero que, sin embargo, esta perfectamente ordenado. Han pasado los años y lo que ocurrió entonces al narrador le sigue bullendo dentro con parecida intensidad. No lo ha racionalizado de forma instrumental porque no sabe, o porque no quiere hacerlo, o porque no quiere llegar a ningún sitio, o tener algún propósito al ponerse a contar lo que le pasó. En fin, como ya he dicho, al lector le queda claro que no quiere demostrar nada ni a nadie. Solo quiere que el lector lo escuche, le preste toda su atención. Por eso pone el máximo esfuerzo en que no lo abandone la lucidez al ponerse a ello. La determinación de esa lucidez descarnada es lo que mantiene el texto de pie, lo que lo levanta por encima de una ciudad vacía, cuyos habitantes se han ido de vacaciones de verano. Si el lector no lo abandona, es la única voz que clama y a quien poder escuchar en semejante desierto estival. Con los ecos y reverberaciones que a todo ello acompaña.