jueves, 28 de abril de 2011

BERREA

Es evidente que esto no puede continuar así. Se que es evidente si utilizo las palabras que justamente son las que hacen la denuncia, a su pesar, de que esto se acaba. Son esas mismas palabras que ya no dan mas de sí, las que señalan el síntoma pero no alcanzan ni al diagnóstico ni a la solución. Y digo esto, cautivo como estoy todavía bajo su implacable influencia, porque siempre han presumido de tener un diagnóstico para cada enfermedad y una solución para cada problema. Pero sí me atrevo a prescindir de tales atributos, también puedo decir con igual desparpajo que esto, sencillamente, se acaba porque no puede continuar ni así ni de ninguna otra manera. No va a continuar.

Son palabras que han agotado hasta la extenuación los puntos de fuga de la perspectiva que ellas mismas crearon. Son palabras que nada mas dan cuenta de los puntos ciegos de una perspectiva que ya no es capaz de dibujar ningun horizonte en el que se pueda creer, porque sea factible imaginarlo o soñarlo. Si me asegura que es algo transitorio, daría por bueno que toda la felicidad de la que somos capaces en nuestros días cabe en un campo de hierba, donde veintidos chiquillos millonarios le dan patadas a una pelota durante noventa minutos. Soportaría con entereza esta representación y el doloroso y cruel desaliento que me produce saber que las palabras nos han abandonado, mejor dicho, que huyen porque las hemos traicionado. Todo lo aguantaría, digo, con tal de saber que pasado lo mas intensio de este sofoco escolar, las palabras vuelvan a ser importantes porque es lo único que tenemos. “Gotas de silencio a través del silencio”, las llama, por ejemplo, el Innombrable de Beckett. Si es que la berrea del campo de hierba y sus aledaños no decide que ha venido para quedarse para siempre, ocupando todo hueco y lugar.

Pero mientras se produce el desenlace no podré evitar pensar, contra mi deseo, que si les queda algún horizonte a las palabras es el de la berrea, porque aquellas son mas débiles y con menos determinación que ésta, y porque, como en las representaciones teatrales ancestrales, unicamente hay un único y poderoso punto de fuga. No es más fácil berrear que hablar. Sea cual sea el signo del enfrentamiento entre los veintidos chiquillos millonarios, lo que le ocurre a la berrea es que sabe fracasar mejor. Puede volver a intentarlo otra vez. Y soporta con absoluta impiedad volver a fracasar de nuevo.

Las palabras necesitan, sin embargo, a lo largo de su repertorio, ya sea oral o por escrito, la compasión y la misericordia de quien habla y de quien escucha, de quien escribe y de quien lee. Textos escritos para nada porque nunca llegarían a nada, lo han intentado preñados del nihilismo devastador de sus autores. Peor que fracasar. Lo que les ha quedado y con lo que han tenido que seguir conviviendo ha sido peor que las palabras muertas. Nada nunca. ¿Seguiremos hablando, aunque lo tenue y el vacio también se los coman la berrea?