En el mismo tiempo que el espectro de la Moncloa desojaba su Margarita sobre si se seguía riendo en lo mas alto de la montaña en la que se creía que estaba instalado, o si descendía la colina en la que realmente se encontraba desde hace siete años y desde la cual sus risas no tenían ninguna gracia, se ha vuelto a reeditar un libro importante directamente relacionado con los asuntos del poder, "Memorias", de Arthur Koestler. El autor húngaro, gran conocedor de los entresijos del siglo XX europeo, nos cuenta en su autobiografía lo que dio de si el criminal y creativo siglo pasado, del que nos cuesta salir tan apegados estamos a sus señas de identidad preferentes. Ya que seguimos imaginando el ejercicio del poder y la creatividad con esa impiedad que inauguro, con su peligrosamente forma de vivir, el siglo que hace diez años dejamos.
Dentro de esa herencia los sistemas cerrados de pensamiento y organización sean, quizá, lo que todavía dura y continua, paradójicamente, en un mundo en el que las estructuras tecnológicas que hicieron posible su éxito han desaparecido casi por completo. Cuesta convivir, en la época de la interdependencia y la interconexión en las diferentes redes sociales, con la proliferación de los somormujos. Jóvenes somormujos que tienen el dedo ágil delante del teclado pero al cerebro le han cancelado todas las salidas al exterior, dejandoselo lavar con cualquier contaminación de las muchas que los rodean. Intelectuales somormujos que siguen viendo en las patochadas y delirios del poder una realización cabal de sus ensoñaciones mentales, lo que les lleva a postularse como abajo firmantes incondicionales. Y como podian faltar los tertulianos somormujos, esa nueva especie multidisciplinar y de todas las formas y perfiles imaginables, que han hecho escuela en eso de creerse con autoridad por el hecho de escucharse así mismos.
El final de las teorías holisticas, que recorrieron con su sanguinaria imaginación todo el siglo pasado, han desaparecido exhaustas. Pero su hueco sigue ahí, dispuesto a que los nuevos somormujos lo llenen en cualquier momento, aprovechando la digitalización de la vida cotidiana, con sus nuevo catalogo de fes ensimismadas. Malo fue entonces cuando cualquier meapilas podía pasar por sabio con solo aprenderse la lección de memoria. Pero había algo de verdad oculta en esa devoción, como de cura de aldea, que se prodigaba al oficiante de turno, ya fuera en la universidad o en las fabricas. La del que se cree no saber, haciendo virtud de su pereza mental hasta convertirla en inocencia. Pero, sobre todo, lo que había era mucho silencio. La ceremonia se caracterizaba, en lo fundamental, porque uno que parecia saber le daba al pico y los demás escuchan sin mover una pestaña ni levantar el menor atisbo de critica, sino querían ser presa del escarnio colectivo. Sin embargo, mucho peor es ahora. Wiquipedia ha creado toda una pleyade de semicultos, fanáticos abanderados del hablar por hablar de todo lo que saben, que nos van a volver a todos sordos. La pereza mental continua, pero se ha perdido aquella misteriosa devoción antigua.
Koestler milito en todas las filas y de todas se salió. Participo en todos los conflictos y de todos consiguio escapar. Al final, y tal vez por todo ello, el siglo se le debio atragantar y no espero a que la muerte le llegara a su tiempo, sino que salió a su busca en compañía de su mujer, suicidandose a principios de los ochenta, cuando el siglo XX iniciaba su declive oficial que llegaría al final de la década con la caída del Muro de Berlin. Fue fiel a su siglo hasta el final, haciendo caso a la mas monstruosa de las frases, que pronuncio un contemporáneo suyo, Elías Canetti: alguien ha muerto en el momento justo. Bajo el yugo implacable de esa racionalidad sin piedad discurrió el siglo de Koestler.