Faltó que mi mujer hubiera estado de compras para desangrarme en medio de la cocina. Todo sucedió de la manera más inesperada. Yo estaba preparando la cena que consistía en una crema de calabacín y algo más de acompañamiento. Cuando estaba pelando el segundo calabacín, una mosca enorme se puso encima del primero que ya había pelado moviendo las alas con desesperación. Sin pensarlo un segundo traté de ahuyentar al enorme insecto con el cuchillo que tenía en la mano derecha, con tal mala fortuna que el golpe no atinó contra la mosca, sino que, de forma inexplicable, lo hizo contra el dedo meñique de mi mano izquierda. El gesto tuvo ante mi un valor existencial de índole vengativo, antes de haber leído la metamorfosis de Kafka. Por ejemplo, al haber abandonado el universo de los ultramarinos del barrio, al que tiempo atrás yo pertenecía junto con la mosca que zumbaba a mi lado entre los productos del colmado, y querer erigirme ahora en alguien de pertenencia superior a ella al ir a comprar al híper de las afueras de la ciudad.