UNA FIESTA EN MEDIO DE UNA DESEMBOCADURA
Llegar a un pueblo a punto de celebrar su fiesta anual de verano es hacerlo, a la vez, en el peor y en el mejor momento. En este viaje ya nos había pasado algo similar en Bayreuth, como ya he comentado, inmersa como estaba la ciudad en los preparativos del recordatorio anual del genio y figura de Richard Wagner, pasando por su sepultura, en el jardín de su casa, al lado, como no, de su mujer Cósima. En esta ocasión era Wertheim, la ciudad cuyo casco medieval está situado en la desembocadura del río Tauber en el río Meno. Un camión, a la entrada de la ciudad, hizo valer su poder sobre el asfalto. La escena vale la pena recordarla porque tiene que ver con los preámbulos que he mencionado. El mencionado camión estaba a punto de entrar en la ciudad cargado de materiales relativos a la fiesta que se avecinaba. Hizo la maniobra para entrar en el puente sobre el río Tauber, justo al mismo tiempo que yo también quise entrar en el mismo puente. Fui yo quien cometió la infracción, pero fue el camionero que impartió justicia medieval, o al menos todo lo medieval que hoy se puede impartir justicia. Parado en seco delante del puente por mi culpa y la de mi bici, a pocos metros de que el río Tauber desaguara en el cauce de su colega el río Meno, el camionero asomó la cabeza por la ventanilla de su camión y juró en arameo traducido al teutón. No se bajó del camión, que era lo que yo más temía. Yo pedí disculpas en castellano turístico y me aparté de la calzada para que pudiera pasar su majestad. Afortunadamente todo el duelo quedó en eso. El camionero hizo la maniobra oportuna para encarar de nuevo su entrada en el puente con el camión, y al pasar delante de mí y mi bicicleta nos miró con cara de habernos perdonado la vida. Yo hice un gesto con el brazo derecho en señal de agradecimiento por el indulto y esperé a que acabara de cruzar el puente para hacer yo lo propio a continuación, garantizando así la imposibilidad de un nuevo encuentro o encontronazo, según se mire. Presidiendo la justa anterior, por seguir con la jerga medieval, en todo lo alto de la desembocadura del Tauber y el Meno, se alzaba la figura apabullante del castillo medieval de la ciudad, que nos invitaba a hacerle una visita y así olvidar el incidente con el camionero festivo. Decidimos aceptar su invitación, pero antes tratamos de reponer fuerzas físicas y mentales en el hotel que habíamos reservado para pernoctar.
El origen de este castillo encaramado en una colina sobre la ciudad se remonta al siglo XII, siendo ampliado de forma continuada hasta el siglo XVII. La Guerra de los Treinta Años y una explosión en el polvorín dejaron el castillo con un aspecto similar al que podemos ver hoy, ya que en la década de los 80 del siglo pasado fue reconstruido. Desde entonces está abierto al público y en el se realizan eventos de diversa índole a lo largo del año. La subida es exigente, pero con calma medieval se consigue llegar al cielo. En la ascensión nos encontramos con peatones dispuestos como nosotros a cumplir sus leyes con tal de recibir la gratificación celeste. Y es que justo desde ahí, el cielo, se podían ver los preparativos de la fiesta que se avecinaba entre las calles del casco antiguo de la ciudad, al lado de la desembocadura de los ríos Tauber y Meno. Desde allí arriba se tenía la mejor perspectiva de este fenómeno fluvial, que por otra parte me parece algo tan humano. Ceder lo único que tienes como herencia, a quien va a continuar el camino hasta el final, es un gesto de ejemplar generosidad a la que la naturaleza constantemente nos invita. Aunque las mejores vistas de este tipo de construcciones medievales son las externas, no estuvo de más hacer una vista al interior, que aunque medio en ruinas ofrecía una estampa de permanencia y perseverancia que no dejaba de sorprender por su vigente sintonía actual.
De vuelta al puente de los suspiros y las malas caras, como decidí nombrar al lugar de encuentro con el camionero de marras, nos dirigimos al centro histórico de la ciudad para observar cuál era el espíritu de la fiesta un día antes de su comienzo. La ciudad habitual, por decirlo así, quedaba tapada por la puesta en escena de la fiesta. Conté diez espacios desde donde al día siguiente la música expandiría sus sonidos por cada rincón del trazado urbano. Tal y como estaban colocados de forma estratégica no habría rincón que quedaría al margen de semejante algarabía. Y menos que nadie el señor de azul llamado el optimista. Una estatua que un vecino construyó cerca de la casa de entramado pintada del mismo color azul, para levantar los ánimos en la época de la pandemia reciente. Desde entonces se ha convertido en un icono singular del trazado turístico de la ciudad. Las casas de entramado son uno de los atractivo del centro medieval de Wertheim. Véase la plaza del mercado como ejemplo a destacar junto a la casa azul. No tengo constancia de que fuera destruido por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, por lo que es de suponer que estas casas que vemos son las originales, con sus correspondientes mantenimientos, claro está, a lo largo de los siglos.
Entramos dentro de la capilla de Santa Aquilina. Desde fuera la capilla está a la altura de la cripta sobre una escalera rústica de herradura. Todo el conjunto, escaleras y capilla, es de piedra roja. Dentro hay una tumba con una escultura con ojos pintados, que te mira al entrar como si te pidiera motivos para que la saques de su silencio eterno. Dentro se canta y nos dejamos llevar sin resistencia laguna por el eco que inunda toda la capilla. Excelente, de excelencia mundana. Es una sola sala redonda que se eleva hacia el cielo con formas puntiagudas. Salimos y entramos en la iglesia de al lado, la colegiata. De rito evangelista, al fondo en el coro hay una reunión de esculturas, que forman un gran conjunto sepulcral con mausoleo, parece todo en mármol blanco. Veo que es un señor, con un león de piedra, que le protege de sueño eterno. Como verán, aquí dentro, casi todo está bendecido por la eternidad. En honor, ay, de nosotros pobres mortales. Volvemos dando la vuelta por el Rathaus, su torre se encuentra junto al Tauber y el paseo por su orilla izquierda. De repente, el cielo se abre y nos cae la primera lluvia del día. A unos pocos metros siguiendo la orilla del Meno, cosas de la complicidad fluvial que solo existen en las desembocaduras, llegamos al cementerio judío, donde se encuentran enterrados algunos de los que perecieron en la época nazi. Ni que decir tiene que todo este recorrido está jalonado por los puestos a medio colocar de todo tipo, que junto a las estructuras de música antes mencionada, al día siguiente sábado serán los auténticos protagonistas del fin de semana que nos echa encima. Aunque hoy viernes, cueste creer que puede llegar a ser así, tal es el alegre desbarajuste que percibimos. La lluvia ha cesado, lo que nos anima a iniciar el camino hacia nuestro próximo destino.