jueves, 3 de octubre de 2024

CRÓNICAS DEL RÍO MENO 13

 UNA TORRE Y UN PUENTE, SIGUIENDO LA TRAZA DEL VINO

Rodeada por viñedos, el municipio de Kitzingen es el mayor productor de vino en Baviera y un centro comercial de vinos de la Franconia. En la entrada anterior se me olvidó insistir un poco más en la importancia vitivinícola de la ciudad de Kitzingen y alrededores. Quizá tenga que ver, por una parte, con mi origen castellano mediterráneo de nacimiento y, por otro, con mis compañías habituales en estos asuntos. Formo parte de una tertulia gastronómica de periodicidad mensual, donde alrededor de la mesa de un restaurant discutimos de lo humano y lo divino, de lo animal y de lo digital, mientras comemos y bebemos. Todo ello merezca una explicación, que paso a tratar de dar. Haber nacido en la Tierra del Pan y del Vino (una región histórica española, equiparable a la Franconia alemana, para entendernos) que pertenece a Castilla y León (una comunidad a autónoma equiparable al estado federado de Baviera, para seguir entendiéndonos) hace que tenga una relación ensimismada, por decirlo así, con el mundo del vino. Lo mismo que todos mis compatriotas. Este ensimismamiento español con el vino, tanto en lo que tiene que ver con la producción como con el consumo, es equiparable con el ensimismamiento alemán con la producción y consumo de la filosofía y la música. No hay nada más elocuente, se lo puede asegurar, que este choque de ensimismamientos (otra manera de llamar, dicho sea de paso, al choque de culturas y de civilizaciones) se dé pedaleando entre enormes pendientes de la orografía ocupadas por plantaciones de vides, dispuestas cada una de ellas a absorber la mayor cantidad de Sol, digamos escaso, que se le eche encima a lo largo del año. Elocuente y aclarador. Pues si somos capaces de entender que la filosofía española se encarna en tipos como Don Quijote y Sancho Panza, sin que ello sea motivo de olvido por nuestra parte de autores como Hegel o Heidegger, igualmente un vino Reisling o Silvaner no debemos compararlo a la baja en nuestra degustación, por ejemplo, con los vinos zamoranos de Elias Mora y sus cómplices. Hay que beberlos y degustarlos en nuestro contexto mental, antes que el contexto ajeno geográfico o histórico o de moda publicitaria, es la manera más eficaz y sensata de salir del ensimismamiento lugareño al que tendemos. Y no olvidarnos de nadie y de nada en el intento. La extrañeza del mundo forma parte de la verdad de ese mundo. Y es a ellas, extrañeza y mundo, a las que los humanos nos debemos, dejando que dioses, animales y androides digitales hagan su trabajo donde les plazca sin que nos molesten demasiado.

Así que después de pasear por Kitzingen, visitando las iglesias para comprobar, una vez más, que seguían adornando de blanco reluciente las estatuas que presidían la nave central y aledañas, y antes de volver al río, como se dice en argot cicloturista, visítanos la torre inclinada de la antigua ciudad medieval. Una inclinación que evoca la de la Torre de Pisa, pero que en la de Kitzingen se debe, según cuentan las leyendas, a que hicieron el mortero para su construcción con vino, ante la escasez de agua del momento debido a una fuerte sequía. Lo cual alienta a bromear sobre los hábitos etílicos de la Torre. Al llegar pedaleando a la ciudad a primera hora de la tarde, entramos bajo el arco de esta torre inclinada, pues como en la mayoría de las ciudades medievales que se conservan después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (hay que recordarlo de nuevo) su traza urbana está presidida por dos torres a un lado y otro de la calle principal, que son la entrada y la salida, o viceversa, de la antigua ciudad. Poco antes de anochecer, después de cenar, nos dimos una paso a pie por las afueras de la ciudad medieval pasando de nuevo por debajo del arco de la Tierra inclinada. Fue al regresar al interior de la ciudad, donde teníamos la pensión para pernoctar, cuando nos dimos cuenta de la inclinación de la Torre, que a esas horas de la tarde, entre perros y lobos, daba la imagen de un borracho gigante varado en su propia enormidad, sin saber si andar o seguir tambaleándose. Fue su propia indecisión y enormidad, la que acabó por constituir o fue el vino que lleva dentro de su estructura, imaginé, lo que al final produjo la inclinación de la Torre y una de las puertas de entrada a la antigua ciudad de Kitzingen.

Al llegar a Würzburg nos fuimos directamente al puente viejo por seguir la traza del vino. Era la segunda vez que visitábamos la ciudad, la otra fue cuando allí mismo iniciamos la ruta romántica en la misma época veraniega del año. Fue por esta coincidencia del pedaleo que descubrimos que en la segunda quincena de julio se celebra en Würzburg la más importante feria del vino del año, teniendo al puente viejo de la ciudad como epicentro de la misma. En el lado del puente más cerca del centro de la ciudad, con el castillo de Marienberg como telón de fondo, se encuentran las tabernas o kioskos de venta de vino. Los bebedores consiguen su copa y se encaminan a lo largo del puente acodándose de forma intermitente en su larga balaustrada, que se encuentra presidida por un gran número de estatuas. Las estatuas representan a 10 santos junto a una del rey Pipino el Breve y de su hijo, el emperador Carlomagno. De nuevo la huella del primer emperador visionario europeo sale a nuestros pasos. O a nuestras pedaladas según se mire.