La libertad de expresión o de palabra es un derecho constitucional que lleva aparejada los siguientes deberes éticos, sin el cumplimiento de los cuales aquella Libertad es un cascarón vacío: quien dice las palabras, a quién se le dicen, para qué se dicen
El lenguaje humano no es una entidad autónoma ni aislada. No puede estudiarse ni pensarse como un animal (para entendernos, como el mujido de una vaca o el ladrido de un perro, o el pio pio de un pájaro, etc.) cuya vida depende únicamente de las vicisitudes de su organismo (o de las vicisitudes de la propia imaginación del hablante). El lenguaje humano depende para su existencia de los interlocutores que lo animan (hablantes, lectores, escritores) y de las circunstancias en que esos interlocutores se pronuncian (libros, tertulias, conferencias, clases magistrales). De tal manera que las palabras que se dicen caerán del lado de la cháchara (o del mujido o del ladrido o del pio pio propios del rebaño), es decir, no tendrán sentido porque no significarán absolutamente nada, a menos que sepamos quién las dice, a quién se le dicen y para qué se dicen.