lunes, 13 de junio de 2022

LA LIEBRE 4

El narrador de “La liebre con ojos de ámbar” escribe lo siguiente cuando visita el palacio de sus antepasados en la Ringstrasse de Viena:

“Todo está en su sitio, me doy cuenta; todo reluce. En las superficies de mármol no hay nada que asir. La falta de tangibilidad me da pánico: paso la mano por las paredes y las siento levemente pegajosas. Yo creía que ya había elaborado mis sentimientos sobre la arquitectura de la Belle Époque en París, alargando el cuello para ver los baudrys del techo de la Ópera. Pero aquí la experiencia es más íntima, más personal. Esto es agresivamente dorado, se niega agresivamente a que lo toquen. ¿Qué se había propuesto Ignace? ¿Asfixiar a los críticos? En el salón de baile, de ventanales que dan a la plaza y más allá a la Votivkirche, de repente Ignace deja deslizar algo. En el techo—allí donde en otros palacios de la Ringstrasse uno encontraría un tema elíseo—hay series de pinturas basadas en el libro bíblico de Ester.”


Resalto esa elaboración de los sentimientos del narrador, vinculados, supongo, a una época donde todavía era posible anticipar una unidad de sentido y de perfección tanto en la vida  como en la creación artística.


La primera pregunta que me viene a la cabeza es, ¿cómo elaboramos nuestros sentimientos en la democracia de masas, que es como se llama la época que nos ha tocado vivir? ¿Ha aumentado nuestro pánico ante la progresiva falta de tangibilidad que ha impuesto la digitalización de la vida cotidiana? ¿Alguna melancolía a destacar por parte de los demócratas masificados? ¿Ha ha habido pérdidas respecto a la Belle Epoque o solo un cambio de inversiones en busca de rendimientos?



Cuando me levanto esta mañana recuerdo mi visita a Cucugnan, un pueblo de las Corbières francesas. He venido a visitar las ruinas del castillo de Queribús, el último bastión de la revuelta cátara, encumbrado en el roquedal que se alza imperioso a la entrada del valle donde se encuentra el pueblo (foto adjunta). A primera vista detecto la pérdida que simbolizan esas ruinas, al tiempo que el rendimiento actual encarnado en el precio que tengo que pagar para poder visitarlas. Pero no caigo en la melancolía, ni en el pánico. Al pie de las murallas del castillo recuerdo unas palabras que le oí a Gándara  en uno de sus seminarios sobre la Grecia clásica y nosotros los modernos: “las ruinas tienen su propia vida su corazón propio. No hay que imaginar lo que fueron o lo que pudieron haber sido, hay que aceptar lo que te ofrecen ahora, que es mucho. Pasa lo mismo con las ruinas en que se han convertido nuestros ideales, o con las personas que ahora nos rodean.” Está última frase me ayuda a reconciliarme con todas las ruinas del mundo en esta hora temprana de día, lo que le da un aire de renacimiento. Así el castillo de Queribús y el palacio de la Ringstrasse de Viena me parecen ruinas equiparables, a la espera de esos objetos que desalojen de sus paredes al pánico o a la melancolía.



Ya en Cucugnan entro en el taller y la tienda de cerámica de Benjamin Castellano. Es un tipo afable, nacido en Niza en 1983, que lleva trabajando de ceramista desde los 17 años. Abrió su taller en Cucugnan en 2006, en el antiguo presbiterio de la parroquia del pueblo. Sus influencias son escandinavas, japonesas y coreanas. Al ver la jarra  de la foto adjunta, me acuerdo que nuestra ceramista de cabecera dice que todo está relacionado con todo en una unidad de sentido que lo abarca. Le sugiero a Castellano que el castillo de Queribús y su jarra pareciera que tengan algo que ver. No dice ni que sí ni que no, aunque se encoge sonriente de hombros. Entonces es cuando decido comprarla, no sin antes acariciar su parte más rugosa para cerciorarme que la compra es acertada y que esa misteriosa unidad de la que he hablado me la trasmite el tacto. No tanto porque me entre de repente el pánico, al que se refiere Edmund de Waal en la cita del principio, como por sentir que ahí se encuentra el sentido de la jarra. Al salir de la tienda-taller de Castellano, que me acompaña hasta la puerta, me indica el lugar del pueblo desde donde mirar a lo lejos las ruinas del castillo de Queribús, aupadas imperiosas en su roquedal. Siempre que pienso en construir una pieza nueva, me siento a mirar el castillo desde ese sitio, me dice al despedirnos