lunes, 13 de junio de 2022

LA LIEBRE 3

 El narrador de “La liebre con ojos de ámbar” escribe:

“En el argot parisino, Monceau designa al nuevo rico, el advenedizo. Éste es el mundo en donde se establecieron por primera vez mis netsuke. En esta pendiente de la colina percibo el juego entre discreción y opulencia, una suerte de ritmo respiratorio entre la invisibilidad y la visibilidad.


Todo esto importa porque mi trabajo es hacer cosas. Para mí, cómo se manipulan, se usan y se pasan los objetos no es una pregunta tibiamente interesante. Es mi pregunta. Tengo muchos, muchos cientos de cerámicas. Soy muy malo para los nombres—balbuceo y me escabullo—, pero para las cerámicas soy muy bueno. Puedo recordar el peso y el equilibrio de un cuenco y cómo funciona la superficie en relación con el volumen. Soy capaz de leer cómo un borde crea tensión o la pierde. Puedo percibir si fue hecho aprisa o con diligencia. Si tiene calidez.”


Hay algo detrás que impulsa la forma del amor individual que muestra su autor en esa última expresión. Hay una intimidad que busca alcanzar, con otras intimidades, la universalidad de una comunidad siempre abierta e inacabada. Una comunidad que no se deje convertir en una colección cerrada de creyentes, militantes o consumidores.


El caso es que puedo recordar o imaginar, por ejemplo, como funciona la geografía del rostro de Jack (Philip Seymour Hoffman) en relación con el volumen de su alma y con el lugar que ésta ocupa en el mundo, y como todo ello influye en quien lo vemos fuera y dentro de la pantalla. Pero no tengo la sensibilidad suficiente para entender cómo funciona la superficie de la taza que le compré a la ceramista Roser (foto adjunta) en relación con su volumen, o leer la tensión que hay en sus bordes. Mi sensibilidad me da para decir que esa taza me gusta y noto que bebo en ella el café de forma diferente a las otras tazas que tengo. Pero poco más. También mi vista me dice, no tanto mi gusto o mi olfato, que beber un buen vino en una copa grande es mejor que hacerlo en una copa pequeña. O mi oído traduce como una fantochada del hablante la expresión: “un vino te gusta o no te gusta, y punto.”


A


Es invierno y me levanto a las 8 horas como cada día. Me doy cuenta que se ha ido la luz. Después de mojarme la cara me dispongo a tomar mi primer café de la mañana, a la luz de una vela, en esa taza que he mencionado. Fuera empieza a dejar de ser de noche y con la escasa luz de dentro me cambia la percepción de la escala. Cojo la taza para calentarme las manos y, sin el imperativo de la vista, si me doy cuenta que percibo la relación de su superficie con su volumen de otra manera. Mediante ese recuerdo alcanzo a atisbar algún tipo de explicación que soy incapaz de precisar. El café también me sabe mejor. Y el ritmo entre la oscuridad que se refugia en el interior y la incipiente claridad que ya empuja en el exterior, taza llena de café mediante, se hace más fluido. Está a punto de comenzar un nuevo día.


La noche anterior había leído en la cama, antes de dormirme, que hay que hacer en la oscuridad la mayor cantidad de cosas que sea posible, incluyendo preparar café, porque cuando se enciende una luz el sistema límbico es izado hacia el mundo que se despierta, y eso no es conveniente. Ya ves. Por si acaso, aquí lo dejo de momento, mientras apuro el café de mi taza maravillosa.