martes, 4 de agosto de 2020

LA PROSA

“Esta palabra no significa solo un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal, de la vida.” Milán Kundera


¿Podremos conversar en otoño? El virus de marras se ha colado entre la vulgaridad de las aglomeraciones humanas, produciendo la distancia necesaria que nos permita confiar razonablemente en el acontecer de la excelencia de cada conversador. Ademas tras la vuelta a las aulas el virus de marras las convertirá en lo contrario de lo que imaginaron los ilustrados. ¿Nos pondrá ese cambio de función de la educación, de emancipadora de la humanidad en contagiadora de los humanos, en mejor disposición de escuchar al otro? A lo mejor nos da, Dios te oiga, por hacernos entender entre nuestros semejantes.

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La locutora de la radio hablaba mas o menos en estos términos mientras iba dando mi paseo matinal. La cita de Kundera fue lo primero que dijo nada mas comenzar su programa. Lo titula “Lo asombroso de la vida” y antes de dar los buenos días a la audiencia le gusta empezar con la cita de algún autor o autora que invite al radio oyente, es lo que yo supongo, no a relajarse sino a ponerse tenso como si estuviera al borde de un abismo, donde ella piensa, lo repite con frecuencia a lo largo de la dos horas que dura su programa, se encuentra el verdadero asombro de la existencia. Lo que mas me llamó la atención fue la coincidencia que se produjo esa mañana en que todo parecía refractario a cualquier tipo de armonía. Las palabras de la locutora sobre la conversión de la educación en referente de contagio de seres humanos concretos en lugar de emancipación de la humanidad en general, como había sido la creencia hasta la invasión del virus de marras, se produjo al mismo tiempo que pasaba caminando a la altura del colegio en el que me habían contratado en la escuela municipal para cubrir la vacante, durante el primer trimestre del curso que viene, de un profesor que estaba de baja por efecto del contagio vírico imperante. Lo primero que hice, por instinto de supervivencia, fue alejarme del colegio y dirigirme con rapidez hacia el campo colindante, donde cambié la emisora de radio y puse otra donde John Coltrane tocaba una de sus famosa piezas, A Love supreme.

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Si los mandos a distancia son capaces de cambiar de canal desde la butaca donde te encuentras, me dije mientras me alejaba del colegio en el que trabajaría en un mes y medio, con mayor razón las palabras de la radio que entran directamente por las orejas podrían tener un efecto inmediato sobre el oyente. La locutora había mencionado al mismo tiempo, por un lado, el destino contagiador de la educación pública, ahora por causas víricas infantiles y no pastorales adultas, y, por otro, se preguntaba si sería posible, en tales condiciones, la conversación pública en otoño. Ese baipás, solo posible mediante el juego de las ondas, hizo que saliera corriendo a oler el aroma de la naturaleza mientras escuchaba los sonidos espirituales de Trane. 

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¿Como era posible plantear tal disyuntiva, sin empezar a sentir el vértigo del abismo, aunque fuera tras la impunidad aparente que siempre me ha trasmitido la radio? Después de haber encumbrado a la infancia, para ocultar la corrupción ética actual del ser adulto, a lugares impropios de su edad e inocencia, ¿como iban a admitir sus ecumbradores (padres y profesores), sin acusarse del estropicio que la conducta irresponsable de sus vástagos y alumnos por ellos subvencionada acabaría siendo, al fin y a la postre, la que está enterrando la esperanza de la conversación entre sus mayores. Podremos conversar en otoño, repetí como un mantra las palabras de la locutora, cuando creí encontrarme a salvo entre arbustos y pinos piñoneros. Sin duda, me respondí, siempre y cuando lo hagamos fuera del área de influencia contaminada de la escuela y la familia, y la de cualquier entramado de relaciones de poder hoy establecido. Pues uno de los efectos colaterales de la infantilización de la vida adulta, ahora doblemente contagiada, es la pérdida de su prosa y, por tanto, como dice Kundera, de su carácter. A lo que hay que añadir que ya no es posible el espectáculo de semejante farsa familiar y educativa. La distancia, ¡ay!, hay que respetar la distancia ahí mismo donde nos encontremos.