Alguien debió de haber confundido de manera intencionada a C.C. Baster cuando nada mas aterrizar en el aeropuerto no pidió una guía de la ciudad o la forma de alquilar un coche, sino que se dirigió a la oficina de atención al cliente y, después de saludar amablemente a la señorita que estaba detrás del mostrador, le pidió la ayuda correspondiente para los ciudadanos como él. No había hecho nada malo, le dijo a la señorita de atención al cliente enfatizando el tono de su voz, ni en el país del que procedía ni durante el vuelo. Simplemente aquel alguien lo había puesto en la escalerilla del avión con su maleta y su pasaporte en perfecto estado de revista, insistiéndole, en el momento de la despedida, que al llegar a su destino pidiera la ayuda correspondiente para ciudadanos de su categoría.
Su mujer, que llevaba trabajando cerca de un año en la misma ciudad al que había llegado C.C. Baster, no fue a recibirle por recomendación de éste. Le dijo expresamente que esperara, junto con la hija pequeña de ambos, en la casa que había alquilado en un barrio periférico de la ciudad, no muy lejos de la empresa donde aquella trabajaba como cajera en un supermercado. Su nombre es el que pone en su pasaporte, le pregunto la señorita de atención al cliente. No, mi nombre no es C.C. Baster, este es mi nombre para que me concedan la ayuda por pertenecer a esta categoría de ciudadanos recién llegados a la ciudad. Y cual es su verdadero nombre, insistió la señorita de atención al cliente. No estoy autorizado a decírselo hasta que no tenga en mi mano la ayuda que estoy demandando. Ustedes los que tienen nombre y empleo estables desde hace muchos años, así caigan chuzos de punta fuera de donde viven o trabajan, no tienen problemas de identidad, son siempre los que dicen ser, ni se preocupan nunca por las identidades que no tienen, lo cual no evita que sigan siendo las condiciones de posibilidad de la que tienen desde hace tantos años. Sus otras identidades son, por decirlo así, su constante amenaza. Pero usted debe entender, dijo la señorita de atención al cliente, que lo que manda el protocolo del ministerio de emigración del país al que acaba de llegar es que su mujer venga a recibirlo y lo adopte como inquilino en su casa bajo su entera responsabilidad, hasta que usted consiga tener un trabajo propio que le permita andar por la ciudad sin tutela alguna. Pienso que ustedes se equivocan, contesto C.C. Baster. Yo he venido a su país, como dicen aquí de forma coloquial, a buscarme la vida, tengo que decir, entonces, que no soy C.C. Baster y, al mimo tiempo, reconocer que prefiero no decirle cual es mi verdadero nombre, pues toda vida se debe a las identidades a que obliga las perdidas a que la somete su propia evolución. Por lo tanto, a todos lo efectos burocráticos la expresión “no soy C.C. Baster” es, hasta nueva orden, mi verdadera identidad, y también la que mejor conviene a las ayudas que estoy demandando.