viernes, 14 de agosto de 2020

EMMANUEL LÉVINAS

Lévinas habla De Dios, pero rompiendo con la tradición metafísica que lo presenta como un ente al que se puede conocer y adorar. En ese sentido, coincide con Jacques Derrida, según el cual “es necesario pensar la huella antes que el ente”. Hay algo más allá de lo que se da, de lo que está a la vista: “Solo un ser que trasciende el mundo puede dejar una huella”. Lévinas habla de una “trascendencia irreversible” que nos impide callar ante un rostro herido. Una trascendencia que se manifiesta de forma indirecta, conservando su condición de enigma. La huella nos impele a buscar un sentido, pero sin caer en el antagonismo entre lo trascendente y lo inmanente. El enigma “es una tercera persona que no se define por el Sí-mismo”. Esa tercera persona es lo que Lévinas llama Dios o “Illeidad”. Dios no es presencia, sino exposición, apertura. Es incognoscible, pues no podemos re-conocerlo, hacerlo presente, pero es lo que nos empuja hacia el Bien. El tiempo no es una caída, sino una subida hacia el Infinito. “Lejos de significar la corruptibilidad del ser –escribe Lévinas–, el tiempo significaría la ascensión hacia Dios, el des-inter-és, el paso al más allá del ser, la salida del es”. La huella de Dios es “un deseo que no se identifica con la necesidad. Un deseo sin hambre y sin fin”. Lévinas se rebela contra la onto-teo-logía, que reduce a Dios al orden de los seres: “La palabra Dios es única, porque es la única palabra que no extingue o no ahoga o no absorbe su Decir. No es más que una palabra, pero revoluciona la semántica. La gloria se encierra en una palabra, se hace ser, pero al mismo tiempo destruye esa morada”.