viernes, 20 de julio de 2018

HUECOS EN LA VIDA

Cuando Elias Vergara recibió la carta de la mano del cartero, se limitó a firmar donde él le señaló y, a continuación, sin corresponder a su cordial despedida, mediante la que el funcionario le deseó que pasase un buen día, cerró la puerta de su casa, dejó la carta sobre la mesa del comedor y se fue al cuarto de baño para iniciar el afeitado de su cara, que es lo que estaba a punto de hacer cuando el cartero tocó el timbre. Elias Vergara regenta un pequeño negocio de fotografía situado en la calle principal de la ciudad de Jaca, donde vive desde hace más de diez años. Es conocido dentro de la ciudad por ser el distribuidor de la marca Leica, famosa, a su vez, por disponer de la mejor óptica del mercado. Divorciado desde hacía cinco años, Vergara tiene una hija, Elena, de 26 años que es fotógrafa de profesión. Su madre vive en Zaragoza y trabaja como enfermera en un centro de atención primaria de la ciudad aragonesa. Lo que menos se podía esperar Elias Vergara era que la banalidad de su pasado educativo - así lo calificó después de leer las dos cartas que contenía el sobre que le acababa de entregar el cartero - fuera a irrumpir sin previo aviso en su actual vida adulta, blindada contra cualquier sobresalto, aunque éste apareciera formalmente vestido con lo más prometedor que acompaña a lo más evidente del presente, que sin que esos fastos le hagan falta, se pone igualmente cada mañana en marcha. En fin, a lo que menos pensaba Vergara que tenía que enfrentarse era que aquellos años universitarios de entonces tenían cabida en los que estaba viviendo ahora. Y viceversa, porque su sentimiento no era de nostalgia, y eso fue lo que más lo desconcertó. De las dos cartas que contenía el sobre una era manuscrita por el propio Vergara en los años de estudiante, y la otra era una carta actual transcrita desde el ordenador por su novia de entonces, Bárbara. Lo que le sorprendió fue comprobar cómo sus propias palabras y las de su antigua novia, sin previo aviso y de forma totalmente inopinada, le atravesaron por dentro. Es decir, como un caballo de Troya se colaron de rondón en su alma, convirtiendo a lo que protegía el blindaje de tortuga que se había fabricado, detrás del que creía poder verlo todo y a todos sin que nada ni nadie pudiera verlo a él, en un castillo de naipes. De repente, se vio a sí mismo como un cortoplacista, una palabra que había oído millones de veces en el ámbito de los saraos mediáticos. Mejor dicho, comprendió la palabreja de marras, que tantas veces había leído a los columnistas políticos y culturales y, al fin y al cabo, había hecho suya utilizándola a todas horas sin saber muy bien por qué. ¿Qué huecos pasó tozudamente por alto, pensó Elias Vergara después de leer las cartas del sobre, en aquellos años de juergas y estudio (por ese orden), que supuestamente estaban pensados para no dejar ningún cabo suelto a la hora de enfrentarse a la vida adulta? ¿La vida adulta futura que le dibujaron sus padres y profesores, vista con los ojos de hoy, era un hueco en sí misma, un hueco más grande, si se quiere, que la vida de estudiante, pero un hueco más al fin y al cabo? ¿La educación recibida trataba, en definitiva, de pasar de un hueco más pequeño a otro más grande sin hacer demasiado ruido ambiente, y sin que las costuras que cosían uno al otro no se notaran nada o no lo hicieran demasiado? ¿Cómo es que ha sobrevivido repitiendo las mismas frases dentro de los mismos circuitos y amparando a las mismas emociones? ¿Dejar, en nuestro paso por la vida, huecos que no lo parecen al aparecer clausurados por semejante rutina, nos incapacita para mirar hacia atrás y nos llena de miopía la mirada hacia adelante? En fin, ¿en que medida sus padres y profesores colaboraron a su mala educación?, concluyó Elias, a medida que comprobaba que aquellas palabras juveniles y las de su antigua novia estaban decididas a quedarse y formar parte activa de su actual vida. Barbara le decía en su carta, sin ningún tono de reproche aparente, que la maldición que les lanzó entonces a ella y al hombre con quien se acabó casando, Daniel Otendi, a la sazón amigo íntimo de Elias Vergara y su sustituto en el corazón de aquella, se cumplió tal y como él había vaticinado. La venganza del paso del tiempo, como Elias lo denominaba en su carta, acabó cayendo sobre el fruto de aquella unión, pues la hija que Bárbara y Daniel nació con una deficiencia mental extrema que la ha mantenido en una silla de ruedas hasta su muerte, ocurrida hace un año, razón por la cual decidí enviarte tu antigua carta, le escribe Bárbara en la suya. La letra pequeña de la vida, piensa para si Elias Vergara al acabar de leer por segunda vez las dos cartas. ¿Es con esas letras con que está escrita esa medianía, a la que nos conduce la educación que recibimos en nuestra infancia y juventud, que, al fin y al cabo, nos hace ser dóciles y cobardes? No creía en el mal de ojo, ni en supersticiones por el estilo, pero la lectura de las dos cartas si le hicieron revalidar, en su momento presente, la convicción que tenía sobre la existencia de esas fuerzas que son más grandes que cualquier ser humano y que lo podían incapacitar o destruir si la mala suerte se presentaba o si las cosas se ponían mal de repente. Evidentemente, piensa Elias, no hay una relación de causa y efecto entre lo que vaticinó en su carta y la deficiencia mental de la hija de Barbara y Daniel, pero la contigüidad de los dos hechos plasmados sobre el papel y leídos en el momento presente, les dan un protagonismo de ficción extraño, que hace palidecer todo eso que creía tener atado y bien atado. Pues el caso es que ha vivido así toda la vida, y a eso que ha llamado su vida buena, u otra manera de decir que la vida había estado a su entera disposición. ¿Quiero eso decir que después de esa cuña de ficción que ha abierto un hueco impremeditado en su vida, se han cambiado las tornas y es él, Elias Vergara, quien queda a disposición de la vida y de sus huecos venideros a partir de aquel?