martes, 10 de julio de 2018

MIRARSE ESQUIANDO

Las razones por las que Arturo Egea llegó tarde a la práctica del esquí son todas de índole generacional. Por resumir, cuando estuvo estudiando lo que hoy se conoce como educación primaria no había actividades extra escolares. Ha sido dentro de la práctica de estas actividades donde han surgido, después de que se han normalizado y extendida su práctica a toda la población escolar, la mayor parte de las vocaciones deportivas y artísticas que hoy ya forman parte del paisaje cultural del país. Enseñar a nadar, a jugar al fútbol, etc, y, como no, enseñar a esquiar a niños y niñas de corta edad se ha impuesto como algo prioritario, incluso antes que enseñar a leer y escribir a esos mismos niños y niñas. El caso es que Arturo Egea aprendió a leer y escribir a la edad y según los cánones de la antigua usanza educativa, y se metió en la cuarentena sin haber aprendido a esquiar. Una usanza educativa que era una mezcla todavía del ideal griego y el pragmatismo católico. Werner Jaeger lo cuenta así. “Así, Odiseo es conducido por inspiraciones siempre renovadas de Atenea. Así mantiene la epopeya una duplicidad peculiar. Toda acción debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista humano y desde el punto de vista divino. La escena de este drama se realiza en dos planos (...). Basta pensar en la epopeya cristiana medieval, escrita en lengua romance o germánica, en la cual no interviene fuerza alguna divina y todos los sucesos se desarrollan desde el punto de vista del acaecer subjetivo y de la actividad puramente humana.” Esta es nuestra verdadera herencia vital y narrativa. Puesto el mundo en manos de los hombres y mujeres mortales por decisión voluntaria de un Dios que quiere estar siempre ausente, abandonado a su suerte a sus propias creaturas, puede ocurrir cualquier cosa. Como así ha sido en el mundo católico y en su versión secularizada moderna y contemporánea. Fue la mujer de Egea la que lo incitó a acompañarla a subir y bajar pendientes verdes, rojas o negras según la estación de esquí y el estado de ánimo de cada día al amanecer. La mujer de Egea era unos años más joven que él, los justos para que ya formara parte no de la siguiente generación sino de un mundo desconocido para aquel. Ese en el que averiguar el lugar que ocupas y el modo de estar en el mundo respectivamente significa, simplemente, acomodarse a la realidad objetiva en la que se cree previamente. Nada que ver con lo está más acostumbrado Egea, a saber, no tener miedo a preguntarse por las coordenadas dentro de las cuales enmarca donde vive e imagina: visible/invisible y determinado/indeterminado. La mínima posibilidad de sentir miedo, o presuponer en lugar de tener certezas, sobre las estrategias de supervivencia o de vida, las decisiones, la moral o la ética e incluso sobre el relato biográfico que cada cual hace de sí mismo, es algo inimaginable en el mundo nacido a partir de las actividades extra escolares. Así que a esa edad en la que los huesos empezaban a crujirle al levantarse de la cama, signo inequívoco de que continuaba vivo, Arturo Egea empezó a deslizarse por la nieve con el temor propio de poder romperse la crisma en cualquier momento. Su mujer puso toda la paciencia de que fue capaz para que el aprendizaje de su marido encima de las tablas de esquí progresara de la manera más armoniosa, teniendo en cuenta la proverbial torpeza del alumno. No quería cargar con la culpa de que tuviera un percance que fuera más allá de los usuales moratones en los glúteos o en la parte exterior de los muslos debido a las innumerables caídas que tenía. A la tercera temporada los moratones habían disminuido, pero el progreso no lo hacía en la misma proporción tan evidente. Lo cual podía ser debido a que Egea había conseguido, por decirlo así, un punto de equilibrio entre el afán de superar su torpeza y su miedo a partirse la crisma. Y ahí se había estancado. Carente de ese estímulo tan peculiar de los deudos de las extra escolares, que han colaborando a producir el catálogo más variado de neurosis (o enfermedades neuronales sin prescribir, como las denomina el filósofo coreano alemán Brung- Chul Han) que hoy padecen los nuevos miembros incorporados a la clase media occidental, Arturo Egea no entendía el empeño de su mujer y, sobre todo, el de los amigos que los acompañaban, en que si se esforzaba más conseguiría todo lo que se propusiera. Como si los esfuerzos y los propósitos, de forma mecánica, siempre fueran en la misma dirección. Es la misma asociación que hacen esos mecanicistas, muy vinculados por cierto al aspecto material de la existencia, que estudian la relación entre mente y cuerpo. Las actividades extraescolares también han colaborado lo suyo al fomento de ese mecanicismo, al centrarse en la promoción y enseñanza de particularidades pedagógicas, desligadas una a una de cualquier ideal universal de la educación. Al final de esa tercera temporada Egea se apuntó, junto a su mujer, a un curso de esquí que se organizaba en Los Alpes en el verano siguiente. Pretendía con ello no perder la ocasión de seguir practicando porque se hubiera acabado la temporada oficial de invierno. Lo que más le interesó fue que después de esquiar sobre la pista, tenía una clase teórica donde podía, mediante cámara interpuesta, verse esquiando. Se acordó, entonces, de las veces que había repetido a su mujer y a sus amigos que, a la hora de comentar un libro, trataran de verse leyendo. No era muy diferente a lo de verse esquiando, les decía. Pues si sobre la pantalla nos tenemos que fijar muy bien en lo que hacemos y decimos, es decir, en lo visible, sobre la página del libro nos tenemos que fijar en lo que no hacemos y no decimos habitualmente, es decir, en lo invisible, que también existe e influye mucho en lo que vemos.