Hay en nuestras vidas una desproporcionada y desordenada acumulación de sucesos incompatibles con la tarea instrumental con que nos ganamos el sueldo cada día, debido a su valor de cambio. ¿Donde van todos esos sucesos? ¿Donde desembocan? ¿Qué hacemos con ellos? ¿Que hacen ellos con nosotros? ¿En que se nota en el transcurso de nuestros días?
Los cuentos encadenados pueden ser (como leer y escribir en general) una representación de esos sucesos, que son además una fuente inagotable de inspiración. Un cuento encadenado no es el inicio de una historia en marcha, ni el nudo de esa misma historia. No es una historia a punto de acabar, ni el final de esa misma historia. Es una imagen razonable. No racional, razonable, como ya he dicho en otro escrito. Las imágenes razonables son artefactos narrativos que resuelven, a mi entender, el acto de escribir un cuento encadenado de 100-120 palabras de forma más expresiva que los conatos de contar historias que todos tenemos, que en la práctica se quedan en conatos. Ya que debido a lo característico de su enfoque y su encuadre, mediante esas imágenes la voz narradora puede construir un ámbito, o una atmósfera, donde el lector despliegue al leerlos algunas de las posibilidades de su razonamiento. Tal aprendizaje no comienza por la transmisión de una serie de conocimientos o preceptos, o por un repertorio de técnicas o de estrategias para producir un resultado satisfactorio inmediato, sino por una confrontación directa e integral con la forma en que pensamos el mundo de aquellos sucesos que nos rodean, por la manera en que lo pensamos nosotros. Nada de esto, si nos fijamos, se opone a esos conocimientos o técnicas. Al contrario, más bien los refuerza, los hace más perentorios, una vez que hemos experimentado esa confrontación directa con la forma en que pensamos el mundo, que es el primer esfuerzo que hay hacer al escribir un cuento encadenado (y al leer y escribir en general). De ahí debe surgir la satisfacción por el esfuerzo realizado de quién lo ha escrito, que se concretará en esa imagen razonable que propongo.
Marcar como prioridad, antes que nada, escribir el cuento buscando una satisfacción inmediata en el resultado del tipo escribirlo bien o escribirlo claro o simplemente escribirlo, es arriesgarse a escribir sin decir nada o a repetir lo ya sabido. Escribir bien no es sinónimo de bien escrito, como escribir con claridad no lo es de hacerlo con ausencia total de obscuridad, como simplemente escribir no significa haber escrito. Por ejemplo, el cuento puede estar bien escrito pero estar rodeado, al mismo tiempo, por un océano de tinieblas, teniendo el lector que atravesar esas tinieblas para llegar a esa luz. Este suele ser, aunque no siempre con acierto, mi forma de enfocar y encuadrar mis cuentos encadenados. Dicho de otra manera, para tratar de llegar a la luz de lo que nos es desconocido - en definitiva, así es como se aprende - no se puede hacer guiándonos con la luz de las palabras ya conocidas. Correr el riesgo de perderse escribiendo (o leyendo) puede ser un acierto narrativo nada despreciable. Más conveniente, pienso yo, es iniciar el recorrido diciéndonos algo así como, "este mes me he parado, al fin me he parado, o el estar en esta tertulia ha hecho que inopinadamente me haya parado, no sé, lo que si es cierto es que me he parado y he pensado un rato cada noche, o durante el fin de semana, con algo o con mucha atención y confianza sobre los sucesos del mundo en el que existo cada día, no sobre los visibles sino los que no lo son tanto, o nada, y tengo una imagen provisional, o dos, o tres, que creo que representan con cautela, o más o menos, o un poco, esta experiencia. Y todavía tengo tiempo para afinarlas o pulirlas, para decidir la imagen que ofreceré a mis amigos lectores de la tertulia". Es el inicio de un recorrido que es reflejo no del todo consciente, o del todo inconsciente, del carácter íntimo del autor, ese que bulle temblorosamente bajo la solidez indiscutible de su carácter oficial en el trabajo o en la familia o con los amigos, pues se ajusta al uso de la palabra poética a la que todo ser humano, por estar constituido de palabra y de razón, está adscrito, lo sepa o no. Lo quiera o no. Lo exprese por escrito o no. Lo exprese oralmente o no.
Ningún ser humano puede prescindir de la condición poética intrínseca al sonido y al sabor de las palabras, las suyas y las ajenas, pues sería lo mismo que prescindir de su intimidad o de su alma. No podemos no querer sentir, para entendernos, esa resonancia de las palabras dichas o oídas, leídas o escritas, que nos suenan y nos saben en nuestro interior, sencillamente por el hecho de seguir vivos, ocupando un lugar en el mundo. La mayoría de las veces esa resonancia no repercute fuera y se queda en silencio, pero, a veces, necesita querer expresarse con formas y en momentos y en lugares inesperados. Escribir un cuento encadenado (como leer y escribir en general) es una actividad que fundamenta su seriedad y elementalidad en saber estar a la espera.