Suspiré con deleite y me apresuré a ocupar uno de los asientos que en este momento habían quedado libres. Creí oportuno darme, así, un descanso, una tregua, en el intercambio de miradas que venía sosteniendo con aquella mujer, desde que la reconocí en el andén de la estación de metro poco antes de subir al tren. Mi madre estaría, sin duda, satisfecha. Y mis amigos también. La presión de la una y de los otros, me habían llevado a aquella academia del barrio, donde a modo experimental, así decia el díptico de la propaganda, se daban clases de seducción.
Antes lo había intentado, sin éxito, en los sitios donde se hacen estos intercambios: discotecas, reuniones de cumpleaños, viajes para solteros, internet, etc. Me gasté una pasta para nada. Luego probé a fijarme con detenimiento, delante del espejo, en los efectos de mi forma de hablar con los ojos y en la manera de mover las manos. Honestamente, no me parecieron tan detestables. Mi leve parálisis en los párpados producía, cuando los movía, unos resultados poco definidos, es verdad, pero yo los recibí abiertos a un sinfín de posibilidades que, junto al movimiento de las manos, elevaban mucho las espectativas del espectador. No entendía como podían despertar en las mujeres tal sentimiento de indifirencia. Con las charlas que mi brindaron mi madre y mis amigos alcancé a comprender, no sin esfuerzo y muchos morros, que lo mío no tenía que ver con el asunto de ponerle mayor o menor gracia al cabrilleo de los párpados y al jugueteo con las manos, sino con una carencia total de los manejos propios de la seducción. Vamos, que el menda era lo que se dice un patoso de tomo y lomo.
En las clases del curso de seducción, el profesor me dijo que lo que mas me convenía, si quería lograr mis propósitos frente a las mujeres, era aprender las mañas de dos tipos de miradas: la miope y la satánica. Una calculada combinación de ambas no falla nunca, apostilló. También me advirtió que, dado mi carácter, no me convenían los lugares, digamos, de tradición en el arte del flirteo, donde, por otro lado, si reconoció que se producen muy buenos encuentros entre gente que se mira sin complejos. La redundancia de lo ya sabido acaba por contagiarlo todo, dejando poco hueco para la expansión de la imaginación renovadora. Y tipos como yo, que no ando muy sobrado, caería fulminado en media hora. Así que me propuso, que lo mejor para poner en práctica lo aprendido era dar largos y sosegados paseos, combinados con descansos sentado en un banco. Lo intenté durante un més, pero fue inútil. Siempre echaba mano de la huida por la calle de enmedio en caso de extrema necesidad. Es lo que tienen los espacios abiertos, que lo mismo valen para dar pábulo a la libertad que a la cobardía.
Dejé el curso, con el consabio enfado y regañina de mi madre y mis amigos. Andaba ya muy desesperado por no ser capaz de salir de aquel atolladero al que, además, no era capaz de ponerle un nombre, cuando me topé con aquellos hermosos ojos negros levemente rasgados. De repente, el obstáculo de los párpados semibiertos había desaparecido. Ni por un momento pensé en lo evidente y tópico de lo que me estaba sucediendo, ¿quien no se siente seducido por una mirada así? Me dio lo mismo, noté que los dos estabamos sumergidos en una nueva y recíproca causalidad. Igualmente me di cuenta de que no podíamos eludirnos, atraidos por una fuerza distinta a la que nos mantenía apretujados en aquella lata con ruedas. Cuando se dio la vuelta y salio del vagón me fui detrás de ella. Mi única ambición era que no desapareciera de mi vista y que nadie me robara su imagen. Nunca. Si no sabia de donde venía aquello que me pasaba, pudiera ser que se debiera a que no tenía origen. Entonces, tampoco debería tener destino. Eso era lo que siempre había estado buscando. Que fuera a tener éxito con aquella mujer, eso era una manía obsesiva de mi madre y de mis amigos, que son unos alucinados. Como el profe del curso de seducción y todo eso.