Ciñéndome exclusivamente a los dias oficiales de la campaña electoral, la pregunta ¿qué voto?, me abre dos posibles itinerarios.
El primero equivale a, ¿qué pinto yo ahí en ese cotarro? o también, ¿cuál sería la razón suficiente que me permitiera justificar mi existencia de elector como algo necesario y no como algo prescindible o trivial? No tiene respuesta o la pregunta es la propia respuesta. ¿Qué hago yo ahí?, pues preguntarme sobre la razón de por qué es mejor ser elector que abstinente. ¿Cuál es la razón suficiente para preferir votar sobre no hacerlo? Ninguna, pero incapaz de conformarme con la nadedad de mi abstención, mi conciencia me genera una inquietud que no deja de preguntarme sobre la razón de ser del circo electoral. Entre las cosas que me pregunta figura esa razón que pide la razón de votar.
El segundo itinerario se iniciaría con otra pregunta, ¿qué tiempo le dedico a escuchar lo que se dice en esta campaña? Ésta si tiene una respuesta medible, pero de efectos descorazonadores. De momento y después de un millón de debates, mítines, eslóganes, panfletos, vídeos, etc... parece que los candidatos no han hecho absolutamente nada que no sea inquietarme, agobiarme, agitarme, desasosegarme, odiarme, humillarme y pedirme al final, con un par, que les de el voto. En cuanto lo tengan, comenzará de nuevo la más mortífera de las indiferencias. Y a continuación me vendrá la pregunta que, sin remedio, me atormentará hasta la próxima campaña, ¿para qué he votado?
Menos mal que, parafraseando al Eclesiastés, entre refriega electoral y refriega electoral a cara de perro, queda tiempo para el amor y la amistad.