martes, 29 de noviembre de 2011

HORA PUNTA

Mi teoría es elemental: los seres humanos seguimos siendo animales de impulsos gregarios, con una pizca de conciencia poética que nos permite elaborar algunas de esas ensoñaciones inalcanzables. Hasta ahora, la evolución no ha dado para más. Por eso me gustan esos momentos de mayor afluencia de público en los andenes y vagones del metro. Esas horas punta corroboran, como ningún otro experimento, mi teoría. Y lo hace como debe ser: sugiriendo, sin ningún tipo de imposiciones.

Las sirenas de los lugares de trabajo próximos han tocado, como las campanas eclesiales antaño, a arrebato. Menesterosos de toda laya y condición, de mono azul o de corbata roja, pueblan, casi al instante, las calles de la ciudad y sus recovecos. De los corredores del metro brota un olor a podrido nauseabundo. Caras desdibujadas, iguales unas a las otras en la intención del trazo, empiezan a caminar con ademanes ovinos por entre pasillos y andenes. El sudor cristaliza en los rostros cansados, sin haber empezado todavía a trajinar, y aun le sobra para crear una atmósfera por encima de las cabezas. Los trenes retrasan su aparición sin explicación alguna por parte de la organización. Los semáforos de los túneles hacen guiños intermitentes a la paciencia de los viajeros, invitándoles a que salten a la vía. Se apretujan en el anden para dar cabida a los que llegan. Dos vigilantes con porra, pero sin pistola, intentan poner orden, sin ladrar todavía. El espacio es el que es y el abismo de las vías señalan las consecuencias de que a alguien le de por hacer una tontería. Codos sobre la bocas, axilas empapadas, alitosis de tres días, no son impedimento a la aparición de alguna sonrisa furtiva. Alguno despotrica contra la municipalidad. Vano intento. Son las ovejas negras, siempre desagradecidas. Solo queda que el azar otorgue la posibilidad de sentarse a algunos de los elegidos.

Al final llega el tren. Seis estaciones mas adelante abandono el subterráneo. En la superficie, me reciben el ruido de los motores y la estridencia de las bocinas de unos coches atrapados en un monumental atasco. No puedo evitar reírme a mandíbula batiente, atrayendo hacía mí la atención de los transeúntes: ven como tengo razón, la municipalidad nos pastorea sin equívocos cada día.