miércoles, 1 de diciembre de 2010
ENTRE BASTIDORES
Igual que un tipo inteligente puede pasar por necio pero no al revés, los trabajadores que hay detrás de los productos audiovisuales pueden trabajar, llegado el caso de que nos echen del euro y nos pongan más a la cola de Europa, de camareros, albañiles, miembros de una cadena de montaje o auxiliares de la función pública, pero no al revés. Porque éstos están formados de manera necesariamente compacta para producir en masa, según la ortodoxia de la economía antigua. Pero aquellos forman un equipo de personas formadas individualmente para hacer productos que, aunque sirvan en el peor de los casos para alimentar a la masa, no dejan de tener la impronta de su individualidad, según el precepto de la nueva economía, a la que no acabamos de adaptarnos. Cualquiera de las dinamos o alternadores de una cadena de montaje antigua de trabajadores, a la que estaban adheridos como una nariz a la cara, no llevaba nunca su firma. En los títulos de crédito de cualquier producto audiovisual salen todos los que lo han hecho, individualizada su labor por estar en contacto con esa historia que, será buena o mala, pero sin lugar a dudas es única.
Esto es lo que tiene de irreversible el tiempo de la modernidad. La individualidad que la acompaña implica la toma de conciencia de nuestra soledad en el cosmos y del pánico y aburrimiento subsiguiente frente a esa imagen de uno mismo nunca antes vista (tal sentimiento es impensable en el seno de la tribu, apretaditos sus miembros entre los pares bajo la severa tutela y protección de sus dioses). Una imagen aquella que necesitamos quitarnos de encima ahuyentando a tan inopinados y terribles descubrimientos, entreteniéndonos. Actividad que ha generado a lo largo de los años, como usted ya sabe, la conocida y no siempre bien comprendida Industria del Entretenimiento. Un entretenimiento no unido a la fábrica ni a la obra ni a los despachos de la función pública, sino que se encuentra indisolublemente ligado a las vidas que deambulan por la tela de araña que forman las calles de la ciudad, con sus luces y sus sombras, sus altos y su alcantarillas.
Ahora bien, ¿deben, y pueden, estos trabajadores del mundo audiovisual luchar por sus derechos económicos y de los otros como si fuesen del sector del metal, del ladrillo o de la función pública? La Pasta que manda y reparte en estos lances, funciona, ayer como hoy, con implacable literalidad y, por tanto, ceguera. Como a la otra gran pasión humana, el Amor, no le podemos pedir algo que no nos puede dar. La solución del asunto queda, por tanto, de forma exclusiva en manos de ellos mismos y de su capacidad organizativa. Tal vez, como todos lo humanos sean demasiado frágiles y la situación tampoco los ayuda, pero eso no justifica despotricar ciegamente contra la ignominia y la incompetencia de muchos de los actos que envuelven los conflictos de ese mundo. Se trata se saber mirar lo que uno tiene delante, que no siempre tiene forma de hecatombe.
No se cual es la respuesta a todo ese conflicto, que no debería durar ya tanto tiempo. Si al final venimos a este mundo, no a sufrir como si fuera un valle de lágrimas, sino a entretenernos, todo lo que a esos trabajadores del audiovisual les ocurra debería tener resonancia en nuestras vidas, ya que, al fin y al cabo, sobrevivimos gracias a lo que ellos hacen sin que se note.
Está haciendo mucho frío y cuando llega la noche se disparan las alertas. La municipalidad, entonces, se lanza a la calle a la busca de los sintecho, para invitarles a que se alojen en los albergues destinados a tal efecto. El otro día vi en uno de esos lugares a uno de estos trabajadores, que hace seis meses trabajaba en una productora de televisión. Sentí algo diferente a la consabida injusticia. Un sentimiento que ya no tiene que ver con el que me producen todavía los burócratas y poseídos del siglo pasado. Fue un sentimiento propio de este siglo, cuya primera década está concluyendo.