lunes, 29 de noviembre de 2010

DEJAME ENTRAR, de Tomas Alfredson


...Y DEJA QUE ME QUEDE

Todo sentimiento altera la percepción y toda alteración de la percepción induce un sentimiento. Creo que ya lo he dicho alguna vez. Estos sentimientos se manifiestan en dos ámbitos. Uno es el más obvio, iluminado como si fuese una superficie mas o menos pulida y siempre transitable, es el que nos garantiza la seguridad de las conmociones indiscutibles. Las lágrimas o partirse el culo de risa son las manifestaciones orgánicas mas comunes. El otro es un magma oscuro que bulle por debajo de lo que vemos, es una forma de riesgo. Se trata de la emoción delante del misterio de la existencia del mundo y de la vida, delante de la perplejidad que nos produce su condición inabarcable. Pero se trata, también, de la necesidad de encontrar un sentido que ligue los acontecimientos y las cosas que pasan delante del espectador o del lector. Los dos ámbitos sentimentales viven juntos en su conciencia, los distingue su análisis al mirar, no los ajetreos de su vida cotidiana.

Hablaba antes de las lágrimas y de la carcajada a mandíbula batiente, pero no hay que olvidar, dentro del mismo ámbito de las conmociones indiscutibles, los estremecimientos repentinos que nos producen las escenas llamadas de miedo, y la risotada que le sigue de inmediato y que nos garantiza, porque han sido pensadas para tal fin, que todo esta en orden y que en el fondo no pasa nada. Uff, que gustito después de todo pasar miedo así. Estoy hablando, en términos de la tradición popular, del tren de la bruja, o de que viene el hombre del saco, o haloowen, y tantas y tantas imágenes y relatos que la imaginación humana ha producido, y produce, para anestesiar esa emoción de riesgo delante del misterio de la vida, de su pertinaz desconocimiento, así se inventen las mas sofisticadas teorías con los inevitables aparatos como la prueba irrebatible de sus efectos colaterales.

Lo interesante de esta peli, y me atrevería a decir apasionante a pesar del frio ambiente debido al guión y a la puesta en escena de Alfredson, es que sin abandonar el género vampiresco sabe buscar su camino entre la satisfación inmediata de las emociones incuestionables y la perplejidad adulta delante de lo desconocido siempre. La clave está en los protagonistas que elige: un niño y una niña de doce años son los encargados de abrir ese camino y hacerlo transitable, creando ellos solitos con sus excelentes aptitudes interpretativas un nuevo intinerario narrativo. Y solo ellos lo podían hacer, porque conservan la suficiente inocencia de la edad infantil que se les acaba pero todavía no han caido en las banales mezquindades humanas que ya dejan ver los viejos adolescentes de, digamos, la serie de Crepúsculo.

Ese territorio fronterizo que levantan los dos niños - es por donde caminan y por donde al final se fugan, y es el territorio y el alma de la película - lo ofrecen al espectador adulto que sea capaz de mantener intacta su perplejidad delante de lo desconocido, no dejándose arrastrar a la primera por los cantos de sirena que siempre tiene a mano y que provienen de esa jodida manía sociotécnica de sumergir la mirada de los ciudadanos en una visión del mundo, derivada de la forma de aplicar inoportunamente los principios científicos y sociológicos, que da mucho poder antes que dar cuenta de la ignorancia. Poder para administrar todos esos fantasmas que se nos echan encima ante el miedo a perder la identidad o el miedo al vacío, el único gran miedo. No es que quiera alardear de su desconocimiento, al contrario es una jerga que me resulta familiar, lo que ocurre es que sacarla a la palestra para decir algo sobre lo que significa esta película debería producir vergüenza ajena. Pero hay muchos espectadores que, como Ulises, prefieren dejarse seducir, atados a la butaca, por los trinos y gorgoritos de aquella cantamañanas.