martes, 28 de diciembre de 2010

DESCARGA O REVIENTA

Si no sospechara que la ley de la ministra Sinde acabará beneficiando a la guionista Sinde. Si no sospechara del poder del Estado como en su día hice con el de la Iglesia. Si no sospechara, en fin, sería un ingenuo, indigno, por tanto, de vivir en una sociedad democrática. Un ciudadano democrático es el que hace de la sospecha su razón de ser y, al cabo, el arte de su propia vida. Los piratas y los herejes, ay, son los que nos desbrozan el camino de la sospecha. De nuestra propia vida de seres libres.

Yo me enfrento al dilema cada día. ¿Qué es antes el lector o el documento? ¿La custodia de éste o la libertad de aquel? ¿La biblioteca como una forma del espacio o como un vector del tiempo? ¿Gutemberg o Zuckerberg? ¿Con qué sueña un autor, con que lo lean, vean o escuchen como sea y cuando sea, o con que lo compren? Ya ve, otra vez vuelvo a lo mismo. El misterio de la creación o el negocio del mercado ¿Que le queda al ciudadano de la sospecha, inmerso en esta crisis de proporciones planetarias y teologales. Imaginar y participar en la red con lo que lee, mira o escucha.

La red es el universo. Duplicado. Su calco fiel. A nadie se le ocurre llamar piratas a los astronautas ni herejes a las naves no tripuladas, que vuelan a los confines sin Dios del universo. ¿Por qué si lo son los internautas y sus portátiles o iPads? Poner un pie en la Luna es un gran paso para la humanidad, pero la gratuidad de toda la información al alcance de todos es un peligro. De repente, el andar trémulo de Neil Armstrong se convierte en el caminar canónico de toda la humanidad, pero el navegar seguro y apasionado de cualquier usuario de la red es un delito cuya condena apunta al talego. La red es a un régimen democrático y de opinión publica como las catedrales góticas lo fueron a los primeros pasos del humanismo moderno. La irrupción de la luz. La red, es lo que nos queda en un mundo sin esperanza. También, por fin, el alivio al miedo ancestral de ser tocado por lo desconocido. Todas las distancias que creamos a nuestro alrededor son consecuencia de ese temor atávico. Solo inmersos en la masa encontramos nuestra redención a ese contacto. Ya sea en un estadio de fútbol, en una manifestación o en unos grandes almacenes con la tarjeta en la boca. Así si nos quiere la ministra Sinde. En masa si, pero no sueltos y conectados en red. ¿Por que será?, ¿como no sospechar entonces?

Señora ministra, vuelva a ver "El nombre de la rosa", para comprobar de donde venimos. Echele, después, un ojo a "La red social" para saber a donde vamos. ¿Donde esta el delito? ¿De que tienen miedo sus cuates subvencionados? ¿Tan alta es su excelencia que debemos entre todos pagar su distinción? ¿A qué llamamos «artista»? Cézanne se quemaba los ojos buscando retener el instante sagrado de una sombra sobre la Montaña Sainte-Victoire. Vermeer dejó pintados apenas 37 cuadros que hayamos identificado, entre ellos esa «Vista de Delft». Flaubert no paro de llenar de palabras los papeles, hasta que dio con los matices del amarillo en el cielo de Cartago. Los tres se buscaron la vida como pudieron. Sin novedad en el frente.

Todavía se atreverá a decir que su ley es a favor de la responsabilidad, esa hora cruel de las desilusiones en que el ser humano ha de pactar con las limitaciones de su conciencia, y en contra de la arbitrariedad del gentío. No lo dude, para ese viaje, nada mejor que sueltos y en contacto dentro de la red, antes que apretujados y asfixiados dentro de la masa. Y educación, señora ministra. Mucha educación y ejemplo, habilidades y virtudes que no hay en el despacho que ocupa ni en el de sus colegas. Ni hay ni se las espera.

A estas alturas de la película, todavía muy quietos dentro de la masa espectadora, no acabo de ver la utilidad (a los suyos, señora ministra, ya sé) de que sigamos conviviendo en "perfecta armonía" con la estafa, el abuso o la impostura. Moviéndonos sueltos por la red, optaremos a la libre experiencia de confraternizar con mentirosos, hipócritas, totalitarios y trepadores. También es la mejor manera de comprobar la temperatura de nuestra bonhomía, decidiendo luego si continuamos a su lado o buscamos otros horizontes.