martes, 25 de febrero de 2020

NADA VA BIEN

Estaba esperando su turno en la consulta del dentista, mientras leía un articulo de una revista que cogió de la mesa que había en la sala de espera de la clínica. Le llamó la atención un articulo de un conocido divulgador filosófico en el que decía que la palabra obra el pequeño milagro de que el ser humano, poco preparado para la vida, puede sobrevivir y acabar su proceso evolutivo como humano, evitando así malograrse. La vida en cada uno de nosotros es altamente improbable - continuaba el autor - prodigiosamente neutra respecto a todo lo que tiene que ver con las cuitas cotidianas ya sean sociales o personales. Eso es lo que hace que muchas personas, cada vez mas, se empeñen en aparecer en perfecto estado de revista como gente radiante que existe y habla en la rutilante superficie de las cosas. Pensó que tal vez ahí radicaban algunos de sus malentendidos, pues creía que lo anterior era un punto de llegada, o de definición definitiva de la especie humana, como al parecer intentaban demostrar las nuevas investigaciones antropológicas que se han abierto paso en la era digital en la que nos encontramos, y no tanto un punto de partida como así lo había oído, desde que tiene uso de razón, lo que han hecho creer a la humanidad las promesas liberadoras de aquellos venerables ilustrados cuando las pusieron por escrito hace más de doscientos años. El otro día Juan, así se llama el cliente de la clínica dental, fue a una cena de amigos, de esas que los grupos digitales de amigos organizan de vez en cuando, y a uno se le ocurrió preguntar, supuso Juan que para animar la velada, cual era el libro que estaban leyendo. Juan dijo, cuando le tocó el turno de palabra, que últimamente no leía porque no tenía tiempo. Le hubiera gustado haber leído antes lo que dice el filósofo en el articulo que acababa de leer, para salir al paso de la regañina que le dio su amigo a cuenta de lo de no tener tiempo. Pero no fue así. Efectivamente, Juan llevaba intuyendo, sin decírselo a nadie, que las palabras que salen por nuestra boca sólo tienen un cometido, como dice el filósofo, hacer que nuestras vidas duren. Son, por así decirlo, como las alas de los pájaros, las garras y mandíbulas de los depredadores, la velocidad de los herbívoros, el agua de los peces, etc. Las palabras humanas están conectadas a nuestros sentimientos, los cuales nos protegen de la indiferencia de la naturaleza y ante el acoso y la clara intención de aniquilarnos a que de forma continuada nos somete la vida. Es por eso, pensó Juan también sin decírselo a su amigo, que los planes de promoción de la lectura están alentados antes que por tipos que hablan, por tipos que vuelan o nadan o desgarran o corren a la velocidad del viento. Como si el estado del bienestar, con el paso de los años, se hubiera ido endurecido a base de las diferentes capas de burocracia que se han ido depositando en los diferentes departamentos. Por eso, piensa Juan, nada va bien. Porque las palabras han perdido, aunque Juan duda mucho que alguna vez la tuvieran, esa función primordial de mantenimiento de la dignidad de la vida. Una dignidad que nace de la autoconciencia, como dice el filósofo, de su improbabilidad en un mundo cuya mayoría de seres ni habla ni entiende de palabras. Las personas no vamos bien porque todos queremos sustituir ese papel original que tuvieron las palabras, por alas, garras, mandíbulas, agua, etc., es decir, queremos convertir las palabras en herramientas de ataque o de defensa, creyendo que es lo mejor para nuestra supervivencia. Sin querer darnos cuenta de que las palabras propias y apropiadas de nuestra especie nada tienen que ganar en ese campo de batalla, ya que nuestra supervivencia como especie nunca puede depender de querer comportarnos como las otras especies.  Las palabras tienen un doble movimiento, uno hacia dentro y otro hacia fuera del ser hablante, que raramente se avienen, concluye el filósofo en su articulo que había leído Juan, siendo éste el problema de aquellas a la hora de elaborar la mejor estrategia de mantenimiento de la dignidad de la vida humana. Cuando el dentista le puso la anestesia, antes de su intervención, Juan notó un sabor raro en la boca, procedente de una forma biológica perfectamente articulada, que lo achacó, no sabe por qué, a alguna de las palabras que no dijo en la última cena con sus amigos. La anestesia le había trastornado momentáneamente el gusto, pero juraría que aquel sabor no era el de una idea, sino que se parecía más al veneno de las serpientes.