Como hacía una mañana espléndida, MG decidió ir directamente a dar su paseo por el camino de ronda, sin detenerse antes a tomar su café habitual en la cantina. En la toma de semejante decisión, a parte de dar satisfacción a la euforia que sentía de manera irresistible a esas horas tan tempranas, tuvo también su parte de responsabilidad la presunción de que hubiera muchos turistas dispuestos a hacer lo mismo, pensó MG. Cuando llegó arriba de la cuesta, antes de iniciar el paseo, prestó atención al aparcamiento de coches y observó que estaba vacío. Miró su reloj y le extrañó que todavía no hubiera movimiento de ningún tipo. Ni siquiera los habituales coches caravana que solían decidir pasar la noche allá arriba, dado que en la ciudad de abajo no había lugar para que pudieran aparcar ese tipo de vehículos. Nadie. A pesar de la extrañeza que semejante vacío le produjo, MG no se detuvo demasiado y se enfiló hacia la entrada del camino de ronda. No habían pasado ni diez minutos cuando oyó un fuerte ruido que, proveniente del interior del castillo, se asemejaba al tintineo de un sonajero. Notó también que al hilo de ese ruido las uñas del pie izquierdo parecían querer seguirle el compás. Era un cosquilleo que ya había sentido otras veces, sobre todo cuando montaba en bicicleta al principio de temporada, después de los meses de invierno. En el caso de la bici, lo que hacía MG era bajarse de ella y hacer estiramientos con el pie hasta que le desaparecía el cosquilleo. Cuando trato de hacer lo mismo, mientras estaba dando la vuelta al castillo, notó que el pie no le hacía caso, al contrario, en posición estática el pie izquierdo de MG adquirirá un mayor dinamismo buscando el acorde con el sonido (se puede decir que en ese momento ya no era un ruido) del interior del castillo. Si el fenómeno le hubiera sucedido a MG en décadas anteriores de la historia reciente, cuando aún le era posible poseer semejante entusiasmo, tanto a nivel individual como colectivo, y, sin embargo, ignorar sin propósito deliberado de evasión, las complejidades políticas y los terrores que, al fin y al cabo, han traído consigo, le hubiera parecido un presagio benéfico más del mundo en que entonces vivía. Pero las cosas habían cambiado lo suficiente como para intuir, en esa anomalía o imprecisión (MG no sabía cómo calificarlo) de su pie izquierdo la presencia de amenazas desconocidas. Ni a los parroquianos de la cantina ni a los vecinos de la ciudad de abajo les había oído comentar nada parecido. A excepción del dueño de la cantina y algún que otro parroquiano, que no disimulaban su acuerdo con la manera de gestionar que llevaban a cabo los Amigos del Castillo, los demás mostraban, cuando salía el tema en las conversaciones habituales, una prudencial preocupación que se diluía en indiferencia cuando la discusión quería ir hasta, por decirlo así, el tuétano del asunto, que coincidía con lo que aquellos hicieran o dejaran de hacer en el interior del castillo, y como ello pudiera afectar a las vidas y haciendas de quienes coexistían a las afueras de sus murallas. Pensó MG en descordarse la zapatilla izquierda, a ver si la causa de lo que sentía en el pie estaba allí dentro. El tinteneo le parecía, sin duda, que estaba localizado a la altura de las uñas, pero desistió de comprobarlo al darse cuenta de que estaba solo y no veía a nadie que estuviera cerca a la vista. En esa mañana no movería un dedo, nunca mejor dicho, sin la presencia de testigos. En el interior del castillo el sonajero no paraba su música tratando de llamar la atención, ahora si lo podía oír MG con claridad, de quien estuviera fuera o en sus alrededores. Como si alguien (¿quien?, se preguntó ansioso MG) lo hubiera avisado con antelación, ¿esa era la razón, por tanto, de que no hubiera nadie allí esa mañana tan soleada? La música de sonajero del interior del castillo y la entusiasta respuesta de las uñas de sus pies, ¿era la avanzadilla de esa amenaza que tanto se preconizaba desde hacía años y a la que nadie quería prestarle la atención que se merecía?