Sé que la tentación que tienes, como lector de “La ciudad en invierno”, de relacionarte con Clara en el ámbito familiar o escolar o amical es, desde la primera línea de la novela, inmediata e irresistible. A mi me pasó lo mismo. No podemos prescindir de nuestra fuerte determinación historicista en su doble acepción. Por un lado, que Clara y compañía sean unos personajes que viven, digamos, en la misma época que los lectores que nos acercamos a sus peripecias. Por otro, y de esta acepción es de la que más nos cuesta desprendernos, las peripecias de Clara y compañía se encuentra encuadradas en un ambiente social perfectamente reconocible, al que le pedimos un recorrido con un principio, un nudo y un desenlace. Lo que ocurre, al menos así ha sido mi experiencia, es que después de leer la novela dos veces no he sido capaz de ordenar sus piezas de esa manera o al estilo de como se cuenta una historia. Se te fijas con atención, el narrador acompaña a Clara durante todas las páginas de la novela, pero no lo hace dentro de esos ambientes mencionados. Estos, por así decirlo, aparecen como un telón de fondo trasparente, que están allí como a la espera de que acaben las peripecias del ser de Clara, que va y viene de forma incondicionada respecto a lo que puedan hacer o no su tía Adela y su amiga Estrella, sus padres y los médicos del hospital, sus amigos y profesores del instituto. El narrador parece intuir que si introduce literalmente a Clara en la historia de la sociedad en le ha tocado vivir, que es la que el lector reconoce de inmediato y demanda que se haga, se convertiría en un vampiro que le chuparía la sangre de lo que quiere contar respecto a Clara y, por ende, respecto a cualquier ser que esté Ahí. Que no son tanto en las contingencias (ahora o ayer o mañana, aquí o allí) de su vida, aunque no se olvida de ellas por eso las coloca en ese segundo plano, sino en la permanencia que acompaña a lo existencia por existir, y que justo por ello reclama su cuidado. El narrador que acompaña a Clara es, en este sentido, su cuidador de su existente, tal y como lo entienden Agustin de Hipona o Heidegger. Su misión, dentro de este encuadre que ha elegido para mostrar su relato, es mostrarnos diferentes aspectos de la cotidianidad de Clara como si fueran la primera vez. Eso decir, como si fuese la primera vez que una niña convive en un casa de campo con una tía y su amiga, como si fuese la primera vez que una niña despierta a las fantasías sexuales, como si fuese la primera vez que una niña es objeto de una agresión sexual, como si fuese la primera vez, en fin, que una adolescente se enamora. Repito, es cierto que nos resulta muy difícil, por no decir literalmente imposible, no experimentar las historias que hay detrás de lo que el narrador nos muestra con esa intención de “por primera vez”. Sin embargo, es igualmente cierto (aunque no lo digamos a nadie) que no podemos evitar pre-sentir una exterioridad de sinsentido, ajena al tiempo y, por tanto, a nuestra subjetividad. Del mismo modo que a nuestras acciones subyacen miles de pasiones desconocidas, así también cada imagen oculta un espacio intemporal que es su condición de posibilidad. Talmente es por donde, de la mano de su cuidador narrador, se conduce Clara, de una forma aparentemente incompatible entre lo que vemos (los espacios que habita) y el sentido (el lenguaje que los narran). Se te fijas, las peripecias de Clara son todas en el exterior de donde vive con su familia y sus pares, a saber, el bosque que rodea la casa de campo, los arrabales online de la prostitución sexual. el cauce antiguo del Turia, en las afueras de donde está con lo habitual. Pero no debes pensar, al menos es lo que yo me he propuesto como colofón a la lectura de “La ciudad en invierno”, que vistos así los espacios que habita Clara son insignificantes o carentes de sentido. Al contrario, son generadores del sentido del habitar de Clara y del lenguaje que su cuidador narrador emplea para que ese habitar acontezca.