En el que deambulan los consumidores de esa sociedad de la actual clase media global llena, no de Dios, sino de chatarra electrónica. Una sociedad donde los afectos de sus ciudadanos han cedido el paso al imperativo de su voluntad, y la voluntad se inclina, como tantas veces hemos comprobado y padecido, ante la locura. Así se organizaron las colosales y destructivas energías del siglo XX, sobre cuyos rescoldos hemos iniciado el siglo XXI. Amén. Nunca está de más, cuando uno inicia un viaje por Alemania, leer mentalmente jaculatorias como la anterior, al igual que cuando los feligreses católicos entran en una iglesia lo primero que buscan es la pilastra del agua bendita, para santiguarse antes de iniciar el recorrido por el recinto sagrado. Solo si el viajero cumple con este precepto, digamos si todavía es posible y creíble, espiritual, puede decir que las ciudades y los pueblos que jalonan la Ruta Romántica, desde Franconia hasta los Alpes, son los más bellos de Alemania en el momento presente, que como digo en el título del escrito es un presente sin alma, que es un epítome del resto de Alemania y, por ende, del continente europeo. No en balde habíamos dejado a nuestras espaldas la ciudad de Frankfurt de Meno, capital del euro y a la que volveríamos para finalizar el viaje, y Kassel, donde se celebra cada cinco años la feria del arte contemporáneo más importante del mundo, Documenta, que es lo mismo que decir la feria del arte de la voluntad suprema de los artistas, en la que sus afectos ni siquiera brillan por su ausencia en las obras que exponen. Documenta como el Euro son la voluntad del poder en estado puro, que hoy domina la construcción europea.
Dicho lo cual, no me costó asumir las primeras palabras de la guía que sobre la ciudad de Würzburg compró Duarte, para movernos con mayor diligencia en el día y medio que habíamos planeado pasar en ella, bajo el palio de la hospitalidad amable de Elton el Brasileño. Que en un presente sin alma, tal y como vengo resaltando, alguien se haga cargo de nuestra estancia nocturna más desayuno, como lo hizo Elton, no da pie tanto a dejar de pensar que todo está perdido, como que la pérdida final pueda retardarse el tiempo suficiente como para aprender a reaccionar ante su ausencia. Las primeras palabras a las que me he referido dicen así: “Se nota enseguida que Würburg es una vieja ciudad. En el casco antiguo uno encuentra gran número de edificios cargados de historia y eso a pesar de que la Segunda Guerra Mundial dejó también aquí un enorme destrucción.” A esto llamo yo romantizar el presente sin alma y, por extension, romantizar el pedaleo, teniendo en cuenta que presente y bicicleta son signos sin significado o con significado vacío - en roman paladino, que lo mismo valen para un roto que para un descosido - muy utilizados por quien más saca partido de este predominio de la voluntad a base de arrinconar los afectos: la industria publicitaria y propagandística.
El caso fue que después de dejar las alforjas en casa de Elton el Brasileño, situada más bien a las afueras de la ciudad, cogimos la bicicleta para dirigirnos al centro tratando de aprovechar lo que quedaba de la tarde. Eran los primeros momentos de todo. De montarnos en la bici, de visitar Würzburg, del viaje propiamente dicho, pues el bucle ferroviario a Kassel lo pensamos aprovechando que estaba cerca de capital de la Franconia, como algo ajeno a la propia Ruta Romántica, aunque después comprobé que acabó por impregnarlo todo. Según daba las primera pedaladas me vino a la cabeza - montar en bici es una actividad muy propicia para este tipo de asociaciones - que si Auschwitz puso el punto final a la convicción de la existencia de un alma sustancial, como dice Jung, Documenta es la imposición, a lo que sobrevivió de aquella barbarie, de una psicología sin alma. Según nos acercábamos al centro de Würburg de la tarde se iba apoderando un ambiente más propio del otoño que de finales de verano. Así que puesto que todos los monumentos importantes, dada la hora, estaban ya cerrados nos dirigimos directamente al puente sobre el Meno, donde la fiesta del vino que tenía lugar esos días tenía su epicentro. Dos copas de Silvaner nos levantaron el ánimo un tanto aterido, al tiempo que nos ayudaron a confundirnos con la gran multitud variopinta, que en esos momentos ocupaban más de la mitad del puente. Duarte lo cuenta con más detalle en su diario:
“Bajamos de vuelta a la ciudad, cinco minutos en bici, y pasamos por los jardines de la Residencia, muy franceses, ordenados con tiralíneas, a la puerta su diseñador Johann Oleeg, dentro del palacio se guardan sus tesoros, pero eso será para mañana. Salimos de la zona palaciega por la puerta, que en su día fuera quizás de entrada a los carruajes. La ciudad se extiende más allá hacia el río. Las calles centrales adoquinadas no permiten acceso a los carruajes modernos, solo bicis, tranvías y buses. La Neumünster nos saluda a la izquierda con su gran escalinata, pero haremos la visita en otro momento, ahora igual que el Dom están cerradas. Bajamos hacia el Centro y el ambiente se va calentando. Transeúntes, visitantes, habitantes y otros pueblan las terrazas, y, más al fondo, inundan el puente viejo de piedra, con sus risas y vinos, todos con la copa en la mano, cuidando que no se rompa porque sino no hay devolución. Nos acercamos a compartir unos momentos de ebriedad con los propios y ajenos, ante una hermosa visión del Festung que preside como antaño todos los movimientos. Por fin, después de un rato de frío, nos adentramos en la bodega del Ayuntamiento, para cenar. Enormes salas con comensales y a la entrada una mesa nos permite degustar un rumsteack y un solomillo de cerdo con una pasta y salsa de champiñones. Fantástico, y un Silvaner, dorado y brillante”.