miércoles, 13 de diciembre de 2017

ROMANTIZAR EL PEDALEO

En las guerras marxistas europeas de los años sesenta y setenta - que a mí se me antojan como las guerras de los nativos de las grandes praderas norteamericanas -  se dio por concluido, al decir de muchos marxistas, la romantización del mundo. Pues la demolición del último bastión que hacía creíble semejante visión, a saber la Unión Soviética, era por esas fechas algo inevitable. Es decir, los hombres y mujeres del lado Occidental del planeta empezaron a sospechar que el mundo no tenía un propósito ni menos una meta, como siempre nos habían dicho desde el advenimiento de Cristo, ni que además ambos fueran en todo momento inteligibles, ya que todo estaba escrito en un libro, o en varios, y siempre había un intérprete o predicador dispuesto a poner luz en nuestras dudas. Un sistema y un narrador omnisciente que contaba en forma de revelación las buenas nuevas. Así vivió el mundo hasta casi el final del segundo milenio. Esa es nuestra herencia. ¿Qué estamos haciendo con ella? Verdaderamente no lo sabemos. De repente, de todo lo que era responsabilidad de aquellos libros y sus narradores quieren que nos hagamos cargo nosotros, la infantería, mediante la horizontalidad de nuestros hábitos y maneras. “Ahí tenéis internet y las redes sociales”, nos dicen a todas horas y desde cualquier rincón voces aparentemente familiares. Lo que resulta inquietante y sorprendente, al mismo tiempo, es la rapidez con que nos hemos desprendido de las servidumbres de relato romántico clásico y nos hemos lanzado de nuevo a la mar digital. Si Johann Gottfried Herder, padre del romanticismo clásico, dio el pistoletazo de salida el 17 de mayo de 1769 al grito de ¡filósofos a la mar!, los diferentes padres del nuevo romanticismo digital no dudan en imitar a Herder diciéndonos cada día: ¡internautas a la red! Y como en la mar para aquellos, el lema de los nuevos románticos en la red es igualmente: tormenta e ímpetu. Algo, sin embargo, no parece ser lo mismo pues consigue desfigurarlo todo, el deber de civilidad, que no puede no dejar de estar, más si cabe que en épocas anteriores, en esta irrupción masiva de la libertad de todos entre todos. Pero, al parecer, ni está ni se lo espera. Un deber de civilidad que no se puede imponer, sin contravenir el espíritu de la red, sino que es un gesto de cortesía, está más ausente que nunca en las conversaciones deliberativas de las redes sociales y, por tanto, en las formas de percepción de la clase media global principal propietaria y consumidora de las mismas. 

Valga éste proemio para ilustrar lo que significa, a mi entender, pedalear siguiendo la Ruta Romántica. Pues lejos de parecer solo un eslogan turístico más, le acompaña una herencia que puede que no sea familiar ni fotogénica, o que creamos que ya no forma parte de nuestra vida, sino que precisamente porque nos resulta ajena forma parte determinante de nuestra esencia. La pregunta que me hago al iniciar este recorrido es, ¿puede ser romántica la clase media global, bendecida en todo momento por el sentimiento de conectividad a la red? No hay duda de que la pérdida fundamental del espíritu romántico es la de los afectos en beneficio de la voluntad de ir a la mar o de estar en la red. Y esta es la principal confusión que lo tortura: confundir la voluntad de poder hacer lo que quiera con poder querer lo que quiera. Esta confusión, sentida, pienso yo, 
como un pecado inconfesable desde el grito de Herder hasta la última zalamería de Bill Gates o de Mark Zuckerberg, me acompañó en Documenta e iba hacerlo durante todo el recorrido en bicicleta. No por nada, ni tan siquiera por querer jugar a ser el último romántico que montado sobre una bicicleta, como no, iba a atravesar de norte a sur la Baviera romántica. No peco de semejante ingenuidad. Aunque soy consciente de que la mayoría, por no decir todos, de los que formamos parte de esa clase media global aludida está en la red por el dinero y a por las cosas, ni el dinero ni las cosas logran explicar porque estamos ahí y no en otro lado, y hacemos esas cosas y no otras. O a lo mejor resulta que estando ahí haciendo lo que hacemos y diciendo lo que decimos, estamos realmente en otro lado. Ese resto de misterio que toda conducta del ser humano deja a su paso, y que atraviesa la historia de la humanidad, quiero que sea mi guía en este itinerario ciclista y romántico que comienzo.