lunes, 18 de diciembre de 2017

EL PUENTE DE WÜRZBURG

¿En que medida la muerte de los afectos - tal y como decía el otro día - tenía que ver con el ambientazo que nos encontramos sobre el puente viejo de Würzburg la tarde en que llegamos a la capital de Franconia? ¿Hasta dónde es cierto que la Ruta Romántica es un intento turístico de comerciar con lo que ya no es posible, porque no existen: los afectos de la clase media digital y global? No fue la primera vez que me pasaba, ni supongo que será la última, a saber, que cuando veo a esa clase media global y digital divertirse convertida en masa a mí me da por pensar en el inmenso cansancio y aburrimiento que  anima a quienes han consentido semejante transformación. Las veo tan atractivas a ellas, veo tan engrasados y en perfecto estado de revista los dispositivos de seducción de ellos, que me pregunto, ¿podrá la belleza, sea lo que sea lo que hoy entendamos por ello, salvar el mundo? ¿O lo está salvando siempre, a pesar de nuestros intentos ególatras en sentido contrario al imponer nuestra voluntad a nuestros afectos? Vuelvo a Picasso, pues yo pienso que es la conciencia más lúcida, digámoslo así, de esto que digo. El pintor andaluz dijo en su momento que después de Altamira todo era decadencia. Hacia la barbarie, añadiría yo. Lo cual no le impidió admirar mucho a Cezanne, digámoslo siguiendo su propia sentencia, como el último eslabón de esa decadencia. Era necesario, por tanto, un giro radical para evitar el desenlace final de esa decadencia en la que nos ha metido, ahora interpreto al pintor cubista, el amor hacia lo que ha venido haciendo la humanidad en términos creativos o artísticos desde Altamir. Fue entonces cuando emitió la otra sentencia, que ya he mencionado y que es fundacional, yo pinto lo que pienso no lo que veo. De otra manera, para evitar el colapso final de los sentidos y de sus sentimientos dejo de pintar lo que siento y me dispongo a pintar lo que pienso. Igualmente pienso yo que los que ocupaban alegremente, con una copa de Silvaner en la mano, el puente viejo de Würzburg habían pensado lo que estaban haciendo, y estaban allí por ello, antes que sentir lo que estaban viviendo, lo cual no quiere decir que no sintieran nada, o que sus risotadas fueran del todo impostadas. Ni que el vino fuera una imitación para decorar ese momento, uno más, con que la clase media digital y global gusta nutrir la apariencia de sus vidas. Doy fe de que el Silvaner, aunque servido a granel, estaba realmente exquisito. Y es justamente a través del vino y de las perspectivas que desde el puente el viajero tenía de la ciudad, por donde se fue colando, a mi entender, la verdad que pudiera haber en la experiencia más significativa que vivimos nada más llegar a Würzburg. 


De acuerdo con la guía que compró Duarte, el puente viejo de Würzburg comunica el centro de la ciudad con el barrio de Meno y la fortaleza de Marienberg, o lo que Duarte en su diario, tal y como dije en un anterior escrito, denominó Festung. Construido sobre el monte que preside los movimientos de la ciudad desde tiempos remotos, guarda un parecido muy acusado con el castillo de Praga, cuyo relato más verosímil sigue siendo el que le dedica Kafka a este tipo de construcciones en su novela homónima, el Castillo. Da igual lo que los libros de historia digan sobre las cuitas que han sucedido allí a partir de los diferentes propietarios que ha tenido la fortaleza, lo importante para mí fue que, mirándolo desde el puente viejo, me vino a la cabeza la peripecia del agrimensor K tratando de entrar en el castillo como un correlato actual de los cientos de agrimensores que poblaban el puente con una copa en la mano, que se me antojaban como herederos de la impotencia de aquel. Con la diferencia de que los visitantes actuales del puente habían transformado la impotencia de su voluntad en nihilismo etílico. La mayoría se reía, o hacía todo tipo de mohines, con la copa en la mano de una forma inverosímil. La verdad es que allí arriba no hay nadie, ni nada que reclamara merecidamente nuestra atención, lo mejor, por tanto, era quedarse aquí abajo tomándose unos vinos. Ese nihilismo es el que advierto que lograba sacar con éxito el rodar constante de las copas entre las manos de quienes ocupaban el puente, y lo que lo convertía en menos que un puente o en un puente que ya no une ni separa nada, ni a nadie. Un puente sin significado  o, como dice Pardo, con significado vacío. Un puente más entre muchos otros puentes. Y, sin embargo, las fotos que ilustran el texto de la guía parecen querer hacer valer con nostalgia un punto de vista imposible de rescatar. No porque a través de sus 185 metros de largo ya no pasen los comerciantes que formaron la ruta entre Frankfurt y Nuremberg, sino porque las maravillosas vistas que invita a disfrutar hoy al paseante son perfectamente intercambiables con las que proporcionan cualquier otro punto de vista del mismo paseante.