miércoles, 20 de diciembre de 2017

LA CAPILLA DE SANTA MARÍA

Al segundo día de nuestra estancia en Würzburg comprobamos que en la plaza del mercado se celebra la Fiesta del vino (Wein Parade), con un protagonista indiscutible, Silvaner. Este era el foco de donde provenía el jolgorio sobre el puente viejo, y el señorito con las seis copas en la mano, que vivimos el día anterior. En esta misma plaza se encuentra, aunque en estas fechas cumpliendo el papel de telonero, la Capilla gótica de Santa María. Situada en el mismo solar donde en el siglo XIV se levantaba una sinagoga judía, que fue destruida, junto con toda la población del barrio en el que estaba adscrita, dentro del plan de aniquilación del programo de 1349. La guía que compró Duarte lo cuenta así, “Con el tiempo la capilla se convirtió en la capilla de la burguesía, que con su construcción mostraba su empuje. Destaca sobre todo la decoración exterior, donde Tilman Riemenschneider creó las figuras de los apóstoles para los contrafuertes y las conocidas Adan y Eva para el portal sur (...). Las tiendas adosadas en el exterior no son un invento moderno, las primeras ya fueron alquiladas en 1437”. Me parece necesario leer la guía turística en el momento en que es imposible hacerme cargo de lo que me cuentan sus palabras. Es más, me parece que me proporcionan un efecto ordenador dentro del barullo que hay en la plaza a cuenta de la fiesta del vino. Pensar que la antigua burguesía de la ciudad hizo suya la iglesia y, por extensión, la plaza, me consuela de la sensación de que allí y ahora, o ayer y en el puente, nadie parece hacerse cargo de nada. Todo sucede pero igualmente podía no hacerlo ante esa ausencia de “autoría” del evento. Y no me refiero tanto a la ausencia de datos, mucho más abundantes en el evento vinícola que en las escuetas dos paginas que la guía de Würzburg dedica a la plaza del mercado y alrededores, sino a esa conducta moderna que vengo repitiendo y que tiene que ver con la muerte de los afectos a cuenta de que prevalezca a toda costa la voluntad. Y es un asunto que me persiguía en tanto en cuanto afecta directamente a la sustancia misma del viaje que estaba realizando y a lo que pudiera decir de semejante experiencia. En viajes anteriores coincidí con un amigo de esos que se vanagloriaba, digamos, de ser un anticlerical de la cabeza a los pies. Cada vez que llegábamos a una ciudad íbamos a la oficina de turismo y sobre el mapa de la ciudad la persona que nos atendía nos señalaba los lugares de interés que podíamos visitar en las próximas horas. Invariablemente, como no podía ser de otra manera, nos señalaba los edificios civiles y los religiosos. No hay ninguna ciudad en el mundo laico occidental que no conserve dentro de su patrimonio diferentes testimonios de su pasado, que es dominantemente religioso. Es más, no podría entenderse la historia de esas ciudades sin esa mirada retrospectiva hacia esos edificios. Pueden prescindir, si quieres - intentaba persuadir a  mi compañero de viaje - de los edificios de última generación arquitectónica, y la  ciudad sería perfectamente comprensible, pero no la Iglesia o la catedral de la plaza del mercado. Por eso entro siempre en las iglesias o catedrales, porque contienen lo que la explícita presencia de los edificios nuevos no pueden ofrecer, el alma de la ciudad. No puedo dejar de no entrar en las iglesias y edificios no contemporáneos de las ciudades, porque es la única manera que tengo a mi alcance de combinar en el viaje la condición de turista con la de viajero. La condición de ser una persona de mi tiempo y serlo, al mismo tiempo, de siempre o de todos los tiempos. Si hubiera abandonado la ciudad de Würzburg dando vueltas únicamente al evento del mes de septiembre, Wein Parade, que pretendía atraer la atención del visitante mediante un aparato de propaganda propio de regímenes autoritarios, me hubiera comportado como lo hacen los súbditos que viven cada día bajo esos sistemas políticos. Dicho con otras palabras, solo cuando me fijé detenidamente, pongamos, en las figuras de Adan y Eva, dejándome llevar durante unos instantes por el significado fundacional de estos dos personajes bíblicos en nuestra cultura, puede liberarme, al contrario de lo que decía mi amigo de marras, de la opresión que me produce asistir dando vueltas alrededor de estos eventos con los que todas las ciudades llenan las 52 semanas del calendario. A mi amigo, sencillamente, entrar en un edificio religioso o antiguo le hacía el rostro más sombrío. Con el tiempo me di cuenta de que su obstinación anticlerical no tenía que ver con el tópico de que se confesaba ateo y un ateo al entrar en una iglesia se sentía, más o menos, como si estuviera cometiendo una herejía atea. Empecé a intuir, a fuerza de observar los cambios que se producían en su cara, que ese malestar no era muy diferente del que yo sentía justo por lo contrario, por no entrar en esos lugares religiosos. Aunque mi amigo pareciera disimularlo a base de consumir la espera en el exterior con los ojos puestos en la pantalla de su móvil. Sin embargo, de nada servían los eventos que coyunturalmente nos pudiéramos encontrar en la ciudad de turno. Aquí cada uno era un consumidor más y ocupaba el carril de la feria que más le interesaba. Así que en vista de que no podíamos encontrar ese edificio o lugar intermedio donde poder coincidir, dejamos de organizar viajes juntos. Hasta hoy, en que también hemos dejado de hablar entre nosotros. 


Duarte, a su manera, también participa de la misma idea de que no se puede ser hoy turista sin tener una cierta alma de viajero. Por la misma razón que el grado de conectividad que pueda alcanzar un turista, no modifica un ápice su naturaleza de pertenecer a un mundo que no tiene nada que ver con las redes sociales. En fin, estas son las palabras de Duarte en su diario: “Dando vueltas por la ciudad hacemos el recorrido hacia el Juliusspital. De camino hacemos una visita a una iglesia postmoderna que se llama de los agustinos, construida con planos del Baltasar Neumman, con una nave única sin capillas, y con una decoración muy actual, casi parecen importadas de las Documenta 12 o anteriores. Llegamos hasta las puertas del Juliusspital, aún en marcha y con una universidad, una biblioteca, y una de las más grandes bodegas de la zona y de Alemania. Un paseo por el muelle del Río Meno, donde han conservado una de las grúas de estiraje del antiguo puerto, y donde las gabarras, con ayuda de la fuerza y el peso de dos hombres, podían llegar y descargar sus mercancías. Hoy solo hay turistas abajo y arriba. Hacemos un comida en los puestos de la Wine Parade, llena de borrachos y risas, entrecortando las conversaciones, seguramente interesantes. Así llegó la hora de la visita al palacio presidencial de Neumman con el rococo dominando, y nos vamos en el ligero corcel que se equivoca de dirección y sale por el lado norte. Dentro hay mucho japonés, y una guía en inglés que habla a toda máquina para acabar cuanto antes. Mucho estuco superdotado, para epatar a la emperatriz que quiso visitar las obras, ella también”.