Así como el arte contemporáneo de Documenta me había trasmitido una incómoda sensación de que estaba ahí no debido a un acto de amor sino a un empecinamiento, en muchos casos patológico, de la voluntad del poder de la mayoría de los autores que habían acudido a la convocatoria de Kassel, el desplazarme por Würzburg en bicicleta me produjo algo que es muy habitual en este tipo de medio de trasporte: una relación con el espacio de una extraña intensidad, que nada tiene que ver con lo memorable ni con lo que me pueda, o no, suceder. Estas primeras pedaladas, para entendernos, me devolvieron a un principio de la realidad no acorazada, en la que prevalece el poder de la voluntad, no la voluntad del poder. La ciudad de Würzburg, con sus vitolas de ser la capital de la Franconia histórica y la salida de la Ruta Romántica, me pareció un sitio inmejorable para hacer esa descompresión del apabullamiento icónico de donde venía. Dicho de otra manera, las primeras pedaladas en Würzburg me permitieron reencontrarme de nuevo con los afectos. No lo digo para que lo interpretes al pie de la letra, pero Documenta 14 da cabida a algo de extraña y difícil aprehensión, a costa de que se produzca la muerte de los afectos. Picasso, que fue uno de los inventores de las vanguardias, dijo que él pintaba no lo que veía sino lo que pensaba. Bien podría tomarse a esa cita como la sentencia que proclamó la muerte de los afectos en el arte, o la imposibilidad de experimentar aquella intensidad íntima con lo que te rodea o tienes delante, que es independiente de lo que pueda suceder a continuación. Me refiero, por ejemplo, a la impresión que me causó el palacio que durante el siglo XVIII fue sede oficial de los obispos-príncipes de Würzburg, más conocido como la Residencia, a medida que me acercaba sobre la bicicleta descendiendo desde la casa de Elton el brasileño. Bañada por la cálida luz de la mañana, me pareció un edificio diferente al que había visto por primera vez tocado con la luz crepuscular de la tarde anterior. Ni que decir tiene que la voluntad del poder absolutista, representada por las abrumadoras salas de decoración rococó del interior del palacio, no anulan ni dejan indiferente a los afectos del viajero, que se mueven en un vaivén de atracción y repulsa, que no busca una solución o una salida, sino que sencillamente se complace en esa convivencia que, en definitiva, no deja de ser fiel reflejo de toda conciencia humana. Es un instante de felicidad perpleja en sí misma, que no necesita de ningún manual anejo para su supervivencia, ni que certifique que es común a todos los visitantes. Nada más tuve que mirar a mi alrededor para comprobarlo. Fue instructivo, aprovechando que estaba reciente, hacer una visión comparativa con la situación semejante que había experimentado delante del Partenón de los libros prohibidos en Kassel. La fuerza de los sentimientos - inspirados y alentados por una voluntad de poder totalmente absolutista - que aquellas salas rococó con la apasionada intensidad de su ornamentación logran todavía transmitirnos, ha desaparecido por completo en el Partenón de los libros prohibidos - inspirado y alentado por una voluntad de poder de su autora dentro de un estilo de vida genuinamente democrático. Estoy comparando la Fe absoluta respecto a lo que se hizo entonces con el nihilismo, también absoluto, respecto a lo que hoy se hace. Ese apabullamiento de los afectos en el caso de la Residencia de Würzburg frente a su inexistencia en el caso del Partenón de los libros prohibidos, nos plantea la cuestión - como dice Martel en su libro que recuerdo de nuevo, “Vindicación del arte en la época del artificio” - no tanto de aspirar a poder dar con la respuesta satisfactoria a los enigmas de nuestra existencia como de poder tener la capacidad de seguir haciéndonos la pregunta. Lo cual, si fuera así, afecta a la misma idea de felicidad que de forma desbocada hoy perseguimos, en el sentido de si nos tenemos que conformar que acabe inexorablemente en un centro comercial o en un plató de televisión.