martes, 4 de octubre de 2011
LA CASA AMARILLA Y EL LOCO DEL PELO ROJO
Los seres humanos tendemos tanto a idealizar sobre lo que vemos y pensamos porque estamos perdidamente enamorados de esos lugares donde se pueda no calmar el dolor, sino amar sin su estremecedora y angustiosa presencia.
El otro día me acerqué a la ciudad de Arles, ya que estoy convencido que desde donde vivo la Provenza es una de las formas que ha adquirido el Paraíso sobre la faz de la Tierra. Pero también para volver sobre la trenza vital y artística de un hombre, que con su existencia puso en solfa la primera aseveración de este escrito pero que, al mismo tiempo, supo hacer de su pintura un refugio donde calmar el tormento que le acompañó siempre, y, al mismo tiempo, ofrecer al mundo una nueva manera de mirar y de excitar la imaginación, dando cuerpo quizás, solo al final de ese proceso, a una idea. La cual seria fruto de su fiebre poética no de un juicio o de una mezcla de juicios previos entre lo que puede ser un loco y su locura. Como habrá podido deducir me estoy refiriendo a Vincent Van Gogh.
Van Gogh llegó a Arles en febrero de 1888 y se fue en mayo de 1889. En esos meses su enfermedad mental le hizo naufragar de forma irreversible, hasta que se suicidó, dos meses después de dejar Arles, en Auvers cerca de Paris. En paralelo a ese deterioro de su salud, su talento artístico adquirió las cotas mas elevadas, pudiendo decir que Arles dio el empujón definitivo al extremismo de sus sentidos lo que le posibilitó la creación de sus piezas mas significativas, y ,también, la entrada y pertenencia para siempre al panteón de los pintores ilustres.
La luz era y es de la Provenza, pero los colores y retorcimientos que Van Gogh impuso a su naturaleza, a las cosas y las personas que allí habitaban y que dejo impresos en sus cuadros, tuvieron que ver con la fidelidad a sus sentidos que esa luz recientemente descubierta le provocaba, y nada con su enfermedad mental, como el punto de vista psicológico quiere hacernos creer. Es como si las deformaciones y alteraciones respecto a lo natural, en que se fundamenta casi todo el arte contemporáneo, fueran debidas necesariamente a mentes perturbadas. Si tuvo que ver con la determinación de no sacrificar nunca sus sentidos en beneficio del entendimiento de lo que miraba. La gama de estados de ánimos en que vivió, desde la esquizofrenia hasta los momentos de lucidez, pudieron coincidir, o no, con esa determinación, pero nunca llegar a ser su razón de ser. Eso era algo a lo que únicamente sus sentidos lo obligaban: expresarse mediante la invención de un mundo sensible y coherente. Esa era la única fuerza que lo hacia levantarse y mantenerse en pie cada día, al lado de su caballete y sus pinceles.
El Arles que pintó Van Gogh hace ciento veinte años seguro que no se parecía al que lo recibió enfermo, solo y casi sin dinero. De igual manera que el Arles que yo me voy imaginado durante el viaje dista bastante del que visité y del que luego he imaginado para escribir esta crónica. Lo primero que hice, al llegar a la bella ciudad provenzal, fue ir a la Plaza Lamartine y colocarme delante de la Casa Amarilla. No existe, un bombardeo en la segunda guerra mundial la destruyó para siempre, pero el cuadro de Van Gogh me la reproduce como un holograma. Y de nuevo me conmoví al pensar, que el pobre hombre alquiló aquella casa porque quería juntar en ella a los pintores que estaban desperdigados y sin protección por toda la ciudad. Mi mujer dice que le interesa mas verla de noche, así se disimulan mejor los exabruptos y roces con la realidad en el barrio de la caballería donde esta ubicada, fuera del recinto amurallado. Seguro que tiene razón. Pero a mi me gusta mas verla de día, aunque no sea luminoso como pasó esta última vez. La luz, era la luz lo que descubrió este hombre nada más apearse del tren en Arlés. Por eso yo quiero estar delante de donde sigue la luz, aunque ya no ilumine a la casa. Luego me fui a cenar al Cafe de Nuit, en la plaza del Foment, dentro del recinto amurallado y donde se celebraban los contratos diarios de trabajo. A mi mujer, en este caso, le gusta mas disfrutar la estancia antes del mediodía, ya que es la mejor manera de conjurar los quejidos ásperos de lo laboral. Aceptando ese riesgo, tal y como está el panorama, preferí ir de noche, tal y como lo pintó Van Goth. Todo iba según el guión que describe la narración del cuadro, hasta que un patoso se puso a ligar con las camareras, tal y como solo lo saben hacer los patosos. Otra vez mi mujer volvía a tener razón. Como siempre, la vida irrumpió sin previo aviso y, como Adan y Eva, fuimos expulsados del Paraíso.