miércoles, 12 de octubre de 2011
ESA FORMA DE HABLAR
Me imagino que debe ser cosa mía, pero entrar en París por vía férrea hace que me aumente la sensación de decadencia que envuelve a la ciudad de la luz. Ni la visita a La Défense logra quitarme de encima ese manto que me envuelve y acompaña. En esta ocasión, además, llevaba encima el recuerdo reciente de la muerte de Jobs, lo que acentuó los pliegues del sentimiento. Y para que no me pudiera escapar de él, nos instalamos en un apartamento de Montmartre. Así que decidí colocarme el traje de flâneur desde el primer momento, y que fuera donde mis pasos y mi mirada me llevaran.
“Flanear” en París es seguir la estela del fracaso. Las mas importantes revoluciones de nuestra modernidad burguesa se iniciaron allí, y en sus calles mismas sucumbieron. La atmósfera que resultó de todo aquello es la que perdura y la que recibe al visitante nada mas bajarse del tren. Está en todo. En los edificios, en los cafés, en los palacios, en las tiendas, en las grandes avenidas, en las calles pequeñas, en los rincones secretos, en los lugares insólitos. No es, sin embargo, una sensación de derrota irreversible, pero lo que si me doy cuenta es que allí ya no queda fuerza como antaño, para enfrentarse contra todo lo viejo y crear algo nuevo y definitivo, como tantos y tantos soñaron, y sueñan todavía. Lo que es viejo reluce aun como si hubiera sido inaugurado el mes pasado. La opera de Garnier, por ejemplo, y todo el barrio que preside. Cómo llamar vieja a semejante maravilla. Lo que es viejo sigue siendo nuevo, pero los parisinos necesitan estar a la última, siendo siempre los primeros.
Es esa forma de hablar y de nombrar que tienen lo que mas desconcierta, y lo que yo creo que mas les dificulta a la hora de aceptar la realidad que tienen encima. Es esa imposibilidad que padecen, con esa fe irreductible que en todo lo que dicen y de decirlo sin parar, de no poder ser otra cosa que modernos. Como una maldición arrastran ese estigma. Todavía sin entender, que no hay peor enemigo de la modernidad que los modernos y sus moderneces.
Lo nuevo aparece en formas discretas, que en muchos casos son de exportación. Pero me he vuelto a poner otra vez delante de la Torre Eiffel, y otra vez he vuelto a tener la sensación de que hay algo insuperable en su magnificencia. Y es en esta seducción donde yo creo que se encuentra la decadencia de la que hablaba antes. Que no es un sentimiento indeseable para el viajero que viene de provincias, pero que yo creo que se vuelve contraproducente para el parisino, ya que para él deja de ser una sensación y se convierte en un certidumbre incuestionable. Y así con todo lo demás.
Total que, “flaneando flaneando”, llegué hasta el museo de Mormattan y sin dilación me puse delante de las Impresiones del sol naciente de Monet. Y de nuevo, en una mañana gris, el sol volvió a salir en Paris, y lució delante de mi como si fuera el primer día de la creación. Luego, mediante otro golpe de flaneur, y siguiendo la estela de la luz, la Santa Chapelle me sumergió en el París mas antiguo, un relicario que no ha perdido ni un ápice de su contemporaneidad.
Hubo entre medias tiempo también para el cuché, que a todo hace el flaneur, tomando un café en la Perle, allí donde John Galiano, diseñador principal de la casa de moda Dior, perdió los galones, debido a un ataque incontrolado de nazismo contra una pareja de judíos que se encontraban casualmente sentados a su lado. Y tiempo para la monarquía decapitada, visitando la Capilla Expiatoria, donde enterraron los cuerpos de Luis XVI y Maria Antonieta, poniendo convenientemente sus cabezas entre las piernas, según las normas de Monsieur Guillotin.
Y es que flanear, ese gran invento de la modernidad parisina, me permite precipitar en la imaginación el gran sueño que los físicos cuánticos buscan desesperadamente: detener el tiempo haciendo uso de la velocidad de la luz. No le quepa la menor duda, para estos experimentos París es el mejor laboratorio del mundo.