lunes, 24 de octubre de 2011
LA VIDA DE LOS PECES, de Matías Bize
EXTRAÑO A BORDO
Pocas experiencias son tan calladamente devastadoras como la del protagonista de esta peli. Volver a donde se marchó hace tiempo y encontrarse, en medio de una fiesta de cumpleaños, con la mujer de la que sigue perdidamente enamorado. Es como si hubiera dos fiestas. Los unos, desde la orilla, no pararan de reírse en la suya, mientras que el recién llegado se muere de dolor en el barco de enfrente donde le han colocado la suya, zarandeado sin parar por el oleaje de un brutal temporal que nada mas a él le afecta. Convendrá conmigo que eso es mucho peor que la vida de los peces.
Como todo lo que tiene que ver con el amor se produce una inevitable situación de extrañamiento. El enamorado deja de poner los pies en la tierra, quedando a merced de la fuerza imparable que lo arrebata y subyuga. No sabe detenerse a tiempo, no ha sabido evitar que la presencia de aquella mujer no lograra arrasarlo. Va de una habitación a otra, sube y baja escaleras, avanza y retrocede, y el espectador no sabe si es la cámara quien va detrás de él o quien le empuja. Mas que el rostro y los aspavientos previsibles en estos casos, es ese zig zag del cuerpo del protagonista el que mejor representa la curva del dolor que lo atenaza. Quiere morirse y no puede, quiere irse y el jolgorio de los amigotes se lo impide. Todo lo hace muy despacio, sin ruido, como cuando alguien sigue vivo sin saberlo.
Un poco antes de la recta final de la peli los dos amantes se encuentran cara a cara. Las miradas delatan lo alto que se encuentra todavía el amor que se profesan, pero no hay fusión de los cuerpos. Se aíslan de la fiesta metiéndose en una de las habitaciones de la casa, prefiriendo seguir mirándose con cara de ungidos y hablar de lo que les ha pasado. El espectador agradece esta decisión del director, ya que me deja intacta la libertad de seguir mirando y oyendo, impidiendo que me distraiga con las servidumbres del desahogo sexual de los amantes, mas que previsible en la mayoría de similares ocasiones.
En los años que han estado separados la vida se ha colado entre medias de su amor. Los hijos de ella y la nostalgia de aquellos días irrepetibles de él, son los nuevos competidores incómodos que les han salido al paso. Ella lleva a los suyos en su teléfono móvil, él lo que ya nunca volverá en su mirada. A ella los críos parece que le han devuelto a la vida. Sonríe orgullosa cuando los mira en el mobil y cuando los enseña a sus amigas. Para él, la nostalgia es una de las avanzadillas con que percibe el fracaso que se le va a echar encima.
La fiesta, como lo único verdaderamente sólido, continua a pleno rendimiento dentro de la casa. Pero ese momento de la intuición, que precede a la constatación de que todo se va a ir definitivamente a la mierda, les llega al mismo tiempo tanto a los protagonistas como al espectador. Lo cual es debido al pulso diestro del señor Bize en el manejo de la cámara, que pone hábilmente al servicio de la obtención de sus intrincados propósitos.