miércoles, 19 de octubre de 2011

CÍRCULO

Fue durante el paseo rutinario, al atardecer, acompañado de mi perro, cuando me di cuenta de que mi vida era lo más parecido a un círculo. Hasta ese momento había estado convencido de que llegar algún día a la meta, era cuestión de tirar siempre hacia delante. No importaba los obstáculos que tuviera que salvar, ni los acosos y ostigamientos de toda índole a los que tuviera que hacer frente. Aquella tarde, sin embargo, me di cuenta con extraña lucidez que el principio se me amontonaba con el final. Que las causas y efectos de lo que hacía se encontraban, sin aspavientos, a la vuelta de la esquina. En fin, que mi pecho y mi espalda eran intercambiables.

Desde el principio noté que era imprudente atribuir tal descubrimiento a algún acontecimiento de extrema repercusión que me hubiera sucedido en el pasado. Aquel desengaño amoroso de hacía ocho años o la traición imperdonable de mi mejor amigo. Nada de eso. Actividades tan elementales como observarme en el espejo cada mañana con algo mas de detenimiento, o estar atento a la ingobernabilidad de los movimientos del perro, habían sido mas que suficientes para darme cuenta de lo que me estaba pasando.

Ante la evidencia de que el sentido de mi vida ya no apuntaría jamás hacia un más allá, ni que mis actos volverían a ser consecuentes los unos con los otros, empecé a preocuparme por cual sería el centro alrededor del cual giraba mi nueva existencia circular. Me cogí unos días de vacaciones, con la intención de no moverme de casa y pensar sobre el asunto. A ver si la quietud y la falta de contacto con el trajín diario me permitían averiguar algo sobre lo que me había propuesto. Mi mujer, comprensiva, se ofreció a sacar al perro a dar sus habituales paseos. Al cabo de los tres día comprobé que no había sido una decisión acertada. Aun así insistí hasta el último, no fuera que todo se debiese a mi falta de hábito, acostumbrado como estaba a verlo y sentirlo todo bajo la influencia del horizonte inapelable de un mas allá.

El primer día que me incorporé al trabajo en la oficina noté, mientras bajaba las escalares del metro, un fuerte y desconocido desasosiego. Primero lo sentí en el centro del estómago y poco después se desplazó hasta la periferia del corazón, volviendo de nuevo al estómago. Lo primero que pensé fue en una crisis cardíaca. Me detuve y me senté en el premer banco del andén. Los que estaban por allí se interesaron por lo que me pasaba. Les respondí que nada, que no pasaba nada, que estaba bien, solo era un ligero desvanecimiento. Y no les mentí. Pasados los primeros minutos de sorpresa, aquel revoloteo entre el estómago y el corazón comenzó a deleitarme.

Pasada una media hora, me levanté y me introduje en el primer tren que entró en la estación. La euforia inicial fue creciendo hasta el punto de que no me dí cuenta de apearme en la parada que me tocaba. Cuando llegué a la última estación de la línea, sin pensármelo dos veces, me canvié de anden y volví por donde había venido, olvidándome de nuevo de bajarme donde me correspondía. Así continué hasta el último tren, ya en el día siguiente. La sensación de estar siempre de vuelta y, al mismo tiempo, de no haber llegado todavía, se apoderó de mi con tal fuerza que pensé que, tal vez, hubiera alcanzado el punto equidistante. Esa nueva meta que andaba buscando.

Luego me puse a descansar tendido entre dos cartones, que me prestaron los inquilinos nocturnos habituales del metro. Muy fatigado, a punto de cerrar los ojos, todavía tuve tiempo de acordarme del perro, que siempre que no duermo en casa ocupa mi lugar en la cama junto a mi mujer.