viernes, 28 de octubre de 2011

WELLESIANA


Hay autores que se relacionan con su trabajo creativo mediante lo que se llama, todavia de forma pomposa y campanuda, el Arte. No pueden evitar mostrar una exposición de los artilugios y de los artificios que emplean, haciéndolo a traves del uso de una suprema maestría técnica y de un exhuberante resplandor de su estilo. Al final, todo eso los acaban alejando de lo que hacen y de la compasión necesaria que debe destilar toda experiencia creativa. Prefiriendo dejarse caer, muy complacidos por cierto, en la corriente general de la creación humana y de su constante exposición, si es laudatoria mejor, a la mirada histórica de los tiempos. Ya ve.

Orson Welles es una rara avis dentro de esta fauna que cementa y arracima esta forma de la extrema vanidad humana. Gran amante del teatro clásico isabelino, con una fe a prueba de hoguera en la potencia expresiva universal de la obra de Shakespeare, dedicó toda su vida a poner ese mundo, ya desaparecido, a la hora en punto del siglo XX, mediante su adaptación con las nuevas tecnologías de la comunicación de su tiempo, la radio y el cine. Herramientas por las que sentía, igualmente, una pasión desbordada.

Esa convicción suya de que a lo peor del alma humana, su adicción al poder sobre los otros, magistralmente retratado por Shakespeare, se le podía sacar todo su mejor jugo mediante la calculada distorsión de su apariencia cándida y civilizada, le llevó a imaginar puestas en escenas memorables. Pero lo que ocurre con las arraigadas convicciones es que, por no repensarlas constantemente, se acaban enquistando en sistemas cerrados, que derivan inevitablemente en prejuicios insalvables, ante el permanente estado de cambio del mundo y sus cosas.

Yo creo que Welles no fue ajeno a esta deriva y su adaptación cinematográfica de la novela de Isak Dinesen, la historia inmortal, es una buena prueba de ello. No hay ninguna posibilidad de adaptar, digamos al estilo supremo wellesiano, la novela de la escritora danesa. Son dos mundos diferentes. Cabía, eso sí, una interpretación libérrima por parte del cineasta del personaje literario de la escritora, el señor Clay. Como todo adicto al poder total sobre la hacienda y las vidas ajenas, el señor Clay es un personaje típico de la forma del ver el mundo que tenía Welles. Hasta aquí los parecidos y sus probables aprovechamientos para llevarlos a la gran pantalla. La novela es un estudio interesante sobre la lucha por las palabras y, también, el lugar que ocupan los seres humanos en esa lucha y el uso que hacen de aquellas. Escrita con el tono y el estilo de la fábula, es una buena estampa de lo que somos y hacemos los seres hablantes con lo mejor nos constituye: las palabras.

Lo que rechina con ecos de quiebra desde el primer fotograma, es la adaptación literal de la novela, al colocar encima del texto, sin miramiento alguno, toda el apabullamiento estético y técnico wellesiano. La levedad del texto no lo aguanta y el resultado es que se hunden los dos al mismo tiempo.

En este caso Welles no denota despreocupación, sino una obsesiva convicción de que, por si mismo, su personal estilo cinematográfico es capaz de torcerle el brazo a cualquier texto literario que se le eche al coleto. Porque toda obra es su estilo, aunque pierda el alma en el camino hacia su estilización máxima.