jueves, 17 de marzo de 2011

DOWNTON ABBEY, de Julian Fellowes


EN MEDIO DEL TERREMOTO

Así como es imposible responder si el mundo esta mal hecho, si puedo decir que la mayoria del cine que se hace en nuestras latitudes es un horror. El cine y la series que se filman para ser emitidas en TV. Pero es tanta su insistencia y perseverancia en lo horrendo que, al igual que con el mundo, estoy llegando a la conclusión de que no es que esten mal hechos, es que son. Como una segunda naturaleza estamos condenados a no poder ver otra cosa. Hasta que, cada cierto tiempo, llega el terremoto Torrente y se lleva toda la taquilla por delante.

La falta de talento es el único problema. El mal absoluto cinematográfico. Por mas que no siempre sepamos decirlo con tino o a tiempo. Vivir como espectadores aquí es cerrar los ojos ante semejante delirio subvencionado. Asistir a una permanente procesión de difuntos. Directores sin puta idea donde poner la cámara, actores mamasopas, guionistas sin saber como coger el boli y llevarlo al folio en blanco, espectadores a la medida de todas esas sandeces incondicionadas. No es de extrañar que el sector audiovisual y el de la polítia profesional sean el refugio de tanto discapacitado, llevamos treinta años de fracaso absoluto educativo. Como el agua, la pasta busca despeñarse por donde le es mas fácil, por eso aquí nunca buscará la inteligencia, que siempre pica hacia arriba. Ya digo, es una manera de ser que esta aquí para quedarse y dominar el cotarro. Y la canciller alemana nos pide ligar el salario con la productividad. Cielo santo, ¿como?, díganos cómo, señora Merkel.

Por eso me sorprendió que en medio del terremoto de Segura y sus ninjas, en medio de tantos damnificados, se colara Downton Abbey en la primera hora de la parrilla nocturna. La serie británica venia precedida de todo el prestigio que tienen en las islas este tipo de narraciones. No me defraudó. De repente, entre los temblores y las vacilaciones producidas por las risotadas, pedos, eruptos y lapos de aquella banda de desalmados, la cámara pareció encontrar su lugar desde donde querer mirar el mundo, los actores hablaban con palabras que le salían del cerebro, que era justamente donde las había puesto previamente el guionista, y el espectador empezó a ver como si estuviera pensando. De repente, en medio del cataclismo imperante, a la noche le empezó a brotar algo de sentido. Después de horas y horas en vela, de desesperación e incertidumbre, pude dormir como un adulto. Al fin.