viernes, 18 de marzo de 2011

¿DONDE ESTÁN LAS LÁGRIMAS EN EL LEJANO ORIENTE?


¿Por qué no lloran los japoneses delante de las cámaras, teniendo como telon de fondo las ruinas de lo que fue hace una semana su hogar o la ausencia irremediable de un ser querido? ¿Por qué no montan la escandalera, mas que previsible, de los ribereños del Mare Nostrum, si el terremoto hubiera tenido su epicentro en algún lugar de por aquí cerca? Porque tenemos maneras opuestas de enfrentarnos, y de mirar, la experiencia extrema del dolor.

Estan mejor preparados que nosotros para preveer las catástrofes, pero saben que lo que es del todo imprevisible es el dolor. No buscan su anestesia sino que, a pesar de todos sus avances técnicos y de que saben que son la tercera economía del planeta, mantienen intacta la función del dolor en sus vidas. Es admirable como el bienestar material no les hace perder de vista que nunca les arreglará la fragilidad espiritual. Que ésta se mantiene por mucho que aumente la cuenta corriente. Saben no evitar el dolor porque saben que se encuentra en el epicentro de la existencia. Sin levantar la voz saben que tenerlo todo y no tener nada, como dramáticamente están comprobando, viene a ser lo mismo. Igual que la felicidad y la infelicidad, ninguna de las dos son perfectas.

Le dejo muestra de la novela “Ru”, de una autora de aquellos lares, vietnamita, que se llama Kim Thúy. Rogándole encarecidamente que se la lea. Luego contemple las imágenes que nos llegan del Japón y de Libia. Si quiere.

"De pequeña, creía que la guerra y la paz eran dos antónimos. Y, sin embargo, viví en paz mientras que el Vietnam ardía, y sólo trabé conocimiento con la guerra después de que el Vietnam hubiese guardado sus armas. Creo que la guerra y la paz son, de hecho, amigas y que se burlan de nosotros. Nos tratan como enemigos cuando les place, cuando les conviene, sin preocuparse por la definición o el papel que les damos. Tal vez no debamos confiar en la apariencia de la una o la otra para elegir la dirección de nuestra mirada. Tuve la suerte de tener unos padres que pudieron preservar su mirada, no importa el color del tiempo, del momento. Mi madre me recitaba a menudo el proverbio que estaba escrito en la pizarra de su octavo año, en Saigón: `La vida es un combate donde la tristeza acarrea la derrota´".

Aquí hemos optado por no hablar de estas cosas. De nuestras catástrofes y del dolor que acarrean. O lo hacemos siempre y cuando no nos salpique. O gritando como posesos en medio de la calle. O llorando a moco tendido delante de las cámaras televisivas. O como munición para disparar contra los de la otra tribu. Esto último es lo que mas nos pone, hasta el punto que se ha convertido en una segunda corriente sanguínea, con sus altibajos de presión incluidas. De esta manera nos hemos insensibilizado a nuestro dolor y, sobre todo, al dolor ajeno.

Todo dió comienzo cuando empezamos a decir que éramos felices, al comprobar que también nos hacíamos ricos. No me pregunté el por qué de esta misteriosa asociación, nunca antes habíamos tenido donde caernos muertos. A partir de ahora no se que será de nosotros. Cuando no somos ricos, solo sabemos estar tristes y de mala hostia. Y matarnos los unos a los otros.