martes, 11 de enero de 2011

PARIS, OTRA VEZ


El mismo día que emprendo el viaje, un jerarca chino llamado Li llega para comprarnos parte de la deuda. Cuando viajé por primera vez, hace ya casi cuarenta años, otro chino mandarín, en plan gran timonel, era el rey entre los estudiantes mas republicanos del mundo, que seguían imaginando lo imposible. Entre medias, el roce con otros dos o tres viajes, un puñado de libros y pelis han ido transformando aquella perplejidad del turista indocumentado primero en cariño, después en complicidad amistosa y por fin en un gran amor.

Existe el amor por la personas pero también el amor por las ciudades y las cosas que tienen dentro. Existe el amor por las ciudades y las cosas bien hechas. Existe en mi y me asiste. Es lo que hace que el turista indocumentado se transforme en paseante curioso, y comience su nueva experiencia. Es lo que diferencia la explosión arrebatadora del enamoramiento de la serenidad concentrada del amor. Son distintos los esfuerzos y diferentes las expectativas.

No basta, entonces, con el ojo de la cámara. Es insuficiente la fijación de aquel primer instante. El amor a las ciudades y sus cosas empieza cuando acaba ese instante irrepetible del turista enamorado, que me sigue pareciendo tan conmovedor como necesario. La primera vez se es turista en todo. Una experiencia que quiero rescatar, para su dignificación, de las fauces del intrépido viajero y aventurero mediático actual, que no se muy bien que hace ni a donde va en esta aldea planetaria, permanentemente interconectada. Acabado el instante del enamoramiento, decía, viene el del amor a la memoria. A la del paseante y a la de la ciudad y sus cosas. Y comienza la lucha por elegir el mejor itinerario que acompañará al retorno. Es el momento de la lucha contra todas la perversiones sustitutivas que le acechan. Quiero decir, que lo que llamamos realidad está poblado de monstruos, de espectros, de invisibles, de figuras inciertas, de paisajes sin alma, de objetos reincidentes que parlotean todo el rato. No están más del lado de los sueños que el sueño mismo. Forman parte del equipaje invisible que nos acompaña a donde vayamos. Así, el amor por la ciudad y sus cosas se pone a prueba en cada nueva visita. Más importante que haber estado es, entonces, saber porque se vuelve.

Paris es una ciudad bien hecha. No digo perfecta, digo que en su seno tengo la sensación de que estoy al amparo del embrutecimiento. Será cosa de chinos pero, inopinadamente, me la han acercado a casa. Cinco horas y media en tren. No he podido resistir la tentación de volver a pisar sus calles y confundirme entre sus gentes. Y no dejar de observar a sus cosas.