martes, 29 de junio de 2010

DEMASIADOS GALLOS EN EL CORRAL PLANETARIO

Lo que entendemos por modernidad nació con el honorable propósito de enterrar para siempre al antiguo régimen, pero nunca acabó de explicar en qué iba a consistir ese acabamiento funerario. Había que acabar con algo que… una y otra vez no deja de volver a aparecer. Cada vez estoy más convencido que concebir así lo que significaba ser modernos fue más un empeño fanático de aniquilación que un esfuerzo comprensivo de superación. Más entender los cambios necesarios por imperativo lógico y racional que por correspondencia analógica y simpática. Las culturas más conservadoras del legado pretérito han llegado al mismo sitio que aquellas que, una y otra vez, lo pusieron todo patas arriba, claro está con menos muertos y menos cicatrices y rigideces en la cosmovisión crítica actual.

Se cambió la genealogía por la burocracia. El dar gracias al divino por las buenas cosechas o la victoria en las batallas, por el tú lo vales o te lo mereces todo aquí y ahora. El usted dejó paso al tú y el nosotros al yo, que no ha dejado de crecer hasta hoy mismo, donde hay que tener un ego como un zeppelin si quieres ser alguien. Y así, con tantos gallos en el corral es comprensible la que nos está cayendo. Un ególatra se aupará como sea por encima de las alturas de las montañas, las enormes olas del mar, los largos cursos de los ríos, el movimiento circular de las estrellas, y, sin embargo, se contemplaría asimismo como una pérdida de tiempo y sin mostrar el menor asombro. Sencillamente se aburre, dentro de él no habita lo desconocido. Todo lo que para él vale la pena conocer está al alcance de su poderosa mirada. No mira como si tuviese a Dios delante, mira lo que, en otro tiempo, tuvo el Dios del antiguo régimen delante. Abajo queda la infinita capacidad de sacrifico de quienes lo aguantan. Doscientos años después, asi sigue yendo el mundo.

Créame si le digo que donde hay un ególatra no crece la hierba y donde hay dos el mundo puede echarse a temblar. Al fin y al cabo todas las ilusiones de la modernidad han concluido justo ahí donde se cuece su esencia: la irracionalidad de una burocracia que aplasta al individuo cada día y el sometimiento sin paliativos a un horizonte donde solo aparece el terror atómico. Si queremos retrasar la llegada de la ley marcial de semejante juicio final, no se trata de demonizar al dinero que sigue inspirando todas las relaciones humanas. Ni basta con reducir el déficit público, atajar el diferencial de la deuda, vigilar la inflación subyacente, o mantener a raya a los ratios de diferente pelaje. Hay que ir dotando de un papel residual a la egolatría ambiente - omnipresente en el G20, los consejos de administración bancarios y militares, tertulias, entrevistas, campañas electorales y realys de todo tipo - en el desarrollo de las diferentes experiencias que nos esperan para salir del peligroso embrollo en que nos hemos metido. Se trata de hacer del yo personal algo sospechoso y perturbador, una verdadera amenaza para la economía y la paz mundial.

Frente al exhibicionismo dominante, cegador en su total e iluso iluminismo, el secreto debería volver a coger el protagonismo. Secreto no como algo exótico o de turbia procedencia inmobiliaria, sino como una forma natural de mirar, que emana de lo desconocido que nos habita y que, a su vez, lo justificaría. Al fin, llegaría así el silencio necesario para poder saber donde estamos.

Lamentablemente después del fragor de tantos intentos de cambios totalizantes y de la sangre de innumerables batallas no hemos alcanzado la felicidad prometida y, lo que es peor, no sabemos a donde vamos. De nada vale, por tanto, construir nuestra biografía a base de allanar nuestra visión con ofuscadas pertenencias, trazando brochazos gordos con palabras usadas y manidas, pronunciadas en voz alta con el vano intento de hacer un recuento exacto de lo que hay. Solo nos queda un último intento de alcanzar lo desconocido que cada uno lleva dentro y que, como decía Paul Valery, es lo que nos hace ser de verdad lo que somos. Y no dejemos de ser optimistas, entre matanza y matanza siempre queda un tiempo para el amor (Eclesiastés).