viernes, 2 de julio de 2010

TWO LOVERS, de James Gray


ES LA HORA DE LOS SENADORES

Casi siempre que me fijo en los rostros que me rodean no veo esa lucha que les embarga entre deseo y realidad, y que es una lucha incontralada e incontrolable. No veo al demonio que llevamos dentro, ese fermento que nos atormenta y nos empuja hacia el abismo. Normalmente veo rostros normales, quiero decir, cincelados a golpe de ese escoplo tan eficiente que es la doblez humana, esa esencial hipocresía que nos caracteriza y de la que no podemos prescindir ni aunque nos aspen, y que hace que en público pongamons una cara y usemos unas palabras, en privado otras y en la intimidad otras. Pero a veces, he de reconocer que últimamente con más frecuencia, veo rostros cuarteados que pertenecen a cuerpos encogidos, y que a pesar del dolor que arrastran mantienen a raya las lágrimas. Es ese tipo de gente que habla sola, que va por la calle dándole al palique consigo misma y con las palabras de la intimidad a plena luz del día.

¿Por que le cuesta tanto a James Gray explicar semejante desesperación, desde esas lágrimas que no le brotan al bueno, pero atormentado, de Leonard Kraditor? Se me antoja un doble razonamiento.

Mi amigo que trabaja en la sala de máquinas del montaje cinematográfico me habla con frecuencia de los caprichos y las arbitrariedades que mueven la toma de decisiones de los directores. Me acordé de ello cuando leí una entrevista que le hacen a James Gray, donde dice que en los preámbulos de ponerse a trabajar con esta peli volvió a ver Vértigo y la ventana indiscreta de Alfred Hitchcock, y que no pudo evitar llorar de emoción. Viendo la peli que después filmó, comprobé que uno de los ejes de la misma está inspirado, diría que abusiva y obsesivamente, en la secuencia de la ventana hitchcockiana. Así prentende representar la ensoñación ideal del protagonista. Así quiere persuadir al espectador de que lo que tortura a Leonard tiene forma de mujer joven, rubia y guapísima, pecho al aire incluido. Y se llama Michelle. Yo creo que Gray se ha visto atrapado por alguna variante del síndrome de la historia única, que mas o menos se resume en los peligros que lleva conocer algo (un país, una gente, una vida) a través de una única historia, que la acaba convirtiendo en la historia única. Dicho de otra manera, de los peligros que acompañan a toda experiencia creativa si el creador en cuestión no es capaz de desprenderse de sus prejuicios mas queridos, que han hecho nido a base repetir siempre la misma historia, con el mismo punto de vista y el mismo lenguaje, es decir, a base de repetirse así mismo. Esa melancolía del ombligo, que nunca nos abandona. Lo que más dificulta la experiencia de escribir o leer, filmar o mirar, componer o escuchar son esos hábitos que, haciendo callo y muralla en nuestro cerebro, aplanan nuestra mirada colocándola al nivel del vuelo de las gallinas. Y no hay un redios que los ablande.

Al igual que mi amigo le dice a los directores que le tocan en desgracia, imagino a John Axelrad, montador de Dos amores, diciéndole a James Gray que a cuento de qué idea previa se justifica el utilizar, con tanto énfasis y protagonismo, la ventana de hitchcockiana en el desarrollo del itinerario vital del atribulado Leonard y familia. Y como muchos directores le contestan a mi amigo, me imagino, igualmente, a Grey contestando que no sabe, o que no lo ha pensado pero que es lo mismo, que esa secuencia es lo suficientemente hermosa como para que esté presente en esta historia, ideas o pamplinas de esas a parte. Con un par, y sin mantequilla.

Cuando el espectador va conociendo a Michelle (ahí va el segundo razonamiento), la desesperación con que se presenta Leonard en la primera secuencia - intento fallido de suicidio por arrepentimiento en el penúltimo suspiro, antes de ahogarse en las frias aguas del río - se va diluyendo en la misma proporción que crece la fascinación por Michelle. Aquella desesperación, que luego supe que es la lucha que tiene todo varon entre la mujer soñada y la mujer de su vida, avanza con trazo consistente, pese a su dificultad, hasta que aparece Michelle. De repente el tiempo interior de Leonard se hace exterior con la figura deslumbrante de su rubia vecina. Ante el espectador, Michelle deja de ser la ensoñación que le ha venido sugiriendo el sufrimiento de Leonard, para convertirse en la vecina maciza del tercero que tiene un polvo. Gray deberia saber que el cine no puede expresar, salvo en el caso de talentos extraordinarios, la interioridad abrasadora de Leonard, Michelle, desde su interior, desde los movimientos internos de su mente y de su conciencia. Esa es una propiedad del lenguaje verbal, no de la imagen. Como no lo sabe, ni hace caso a su montador, Gray comienza con el listón muy alto, para eso es el director: imagen del suicidio de Leonard, es decir, el prota totalmente abducido por el volcan que lleva dentro. Desde esa atalaya no se puede ir ni ver muy lejos, tirando de lo que proporcionan los mimbres cinematográficos.

Como en los peores momentos del Imperio Romano, cuando el tiempo de los gobernantes ocurrentes y aficionados ya no daba más de sí, llamaban con urgencia a los senadores, así hoy, en el imperio de la imagen y la palabra.