jueves, 15 de julio de 2010

BORRANDO LAS HUELLAS DEL TRÉPANO


Definitivamente dentro de una época de éxitos y famoseos efímeros, pero que conserva de las precedentes los fracasos permanentes, no se que vamos hacer con quien persevera en la gloria eterna. Soy de los que pienso que los grandes popes de las grandes doctrinas, religiosas, sociales o políticas tanto da, no creen en lo que con tanto fervor y sin desmayo predican. Por ejemplo, soy de los que piensa que el Jefe del Vaticano no cree en Dios. Es más, esa falta de fe es uno de los créditos que el cónclave cardenalicio tiene más en cuenta a la hora de aupar a un candidato a lo más alto del solio pontificio. No se si acuerda del Papa Juan Pablo I, que murio en extrañas circunstancias a los pocos días de ser elegido Sumo Pontífice. Está demostrado científicamente que este buen hombre si creia en Dios. Tampoco es tan descabellado lo que digo, sencillamente es el obligado cumplimeinto de la segunda ley de la dinámica que toda fe lleva, paradójicamente, encima: a base creer y creer, y de subir y subir como premio a tanta constancia, el creyente comprueba cuando llega a lo más algo que allí no hay nada ni nadie. Bueno si, se encuenta él solo con la ceguera de su mismidad. El vértigo debe de ser de tales proporciones que se aferra a su soledad como un naúfrago lo haría a un clavo ardiendo con tal de no ahogarse. No es, por tanto, apego a la poltrona como pudiera pensarse, es el horror al vacío y al roce con los individuos (no confundir con las masas)lo que a los doctrinarios de todo tipo les paraliza y les impide bajar a sintonizar con los cambios que se están produciendo constantemente a su alrededor. Lealtad a las ideas, lealtad a la Historia, lealtad, mucha lealtad, es la palabra sagrada, como no podía ser de otro modo, que mas utilizan para defenderse de los acosos y cercos con que la realidad no deja de presentarse ante sus ojos, y de zurrales con el mismo ahinco. En fin, lealtad a sus veinte años, que es cuando llegaron a creerse (fíjese que no he utilizado la palabra pensar) que eso de tocar el cielo con los dedos era cuestión de empujar y empujar con esa fe que mueve montañas. Y ahí se quedaron, colgados en las alturas.

Hubo un tiempo en que los doctrinarios me atemorizaban. Y es que en aquel tiempo mandaban mucho, ya estuviesen en el gobierno o en la clandestinidad. Y es que aquel tiempo fue su tiempo. Ahora son todos legales y okupan asiento tanto en el gobierno como en la oposición, pero ya no mandan nada, ya que la gente tiene otras preocupaciones muy ligadas a las ofertas de los mercados, que son los que de verdad mandan. Hoy cuando coincido con alguno de ellos, en alguna tertulia de cine o de literatura, dan un aire de diplodocus y no puedo evitar un tenue erizamiento de los pelos de los brazos. No se si por el recuerdo de antaño o porque me gustaría darles entre ceja y ceja, pero esto último tampoco puedo hacerlo.

No mandan, pero entorpecen el normal desarrollo de la vida como nadie mejor sabe meter palos entre las ruedas que la mueven. Es como si dijeran, ya que yo no he podido tocar el cielo con los dedos, aquí todo el mundo a chapotear en el lodazal de la tierra con los morros. Como aspirantes a dioses que fueron, no evitan nunca esa forma tan suya de hablar arrogante que los matiene en un tono de permanente soberbia, lo que acaba por conducirlos al punto de enajenación necesario hasta concluir en su inevitable perdición.

Procuran borrar las huellas del trépano, como los antiguos escultores griegos, para atraer hacia sus palabras u obras todo lo perdidamente divino que desde siempre se han creido merecer. No pueden apartar de su mente las barreras que toda sociedad impone, y así no son capaces de acercarse a una sola cosa, leer un libro, mirar una peli, etc, sin pensar oblicuamente en el canon de su doctrina. Hablan, escriben, miran, filman, etc., igual que un conjurado suele comportarse delante de un desfile de las fuerzas de orden público.