lunes, 5 de julio de 2010
EL MIEDO DEL PORTERO AL PENALTY
La manía de sostener, cuanto todo va mal, que todo va bien, nos está metiendo otra vez en un callejón del que va ser difícil salir por nosotros mismos. Sobre una actitud similar se organizó, pronto se cumplirán cien años, la mayor devastación que haya conocido el ser humano si exceptuamos su secuela veinte años más tarde. Los habitantes de un continente que ha sufrido, en tan solo treinta años, la barbaridad de dos guerras mundiales deberían ser más prudentes a la hora de querer dar lecciones de optimismo al mundo. Justo cuando nadie pensaba que no era posible, la guerra llegó en 1914 como nunca antes se había conocido. Justo cuando pensamos que todo va bien, nos puede venir lo peor, da igual la forma que coja en el presente. Lo peor para nosotros, no es que te bombardeen la casa o que metan a tu familia en un campo de concentración y la gaseen de una sola tacada. Eso lo fue lo peor para nuestros antepasados. Lo peor para nosotros es, por ejemplo, que te quedes sin trabajo y no lo vuelvas a encontrar en la puta vida. Claro que podemos pensar como lo hacía Stalin, un muerto es una tragedia pero un millón de muertos es pura estadística.
Y es que yo creo que debajo del cráneo de muchos de los optimistas que sostienen la felicidad ambiente hay mucho estalinista de esos que todavía se empeñan en mantener el pedigrí de las palabras. Son ese tipo de gente que justifican las barbaridades de las acciones debido a la nobleza y honorabilidad de las palabras en que se inspiran. Razón más progreso más justica ya no suman felicidad obligatoria, pero las palabras son guapas, y que hay que insistir aunque el sufrimiento no deje de apretar. ¿Si no qué hacemos, entonces?, preguntan encolerizados y con cara de perdonavidas cuando los interpelas por la insistencia en su obstinación fanática. No aceptan la ruina en que ha concluido la manera ingenua de entender su fe, esa logomaquia que les lleva a creer que palabras tan bellas se han de hacer, se tienen que hacer realidad a la fuerza. Y cuidadín quien intente hacer alguna enmienda. No quieren dejarse embargar por el alivio, esa forma madura de combinar la fe y la experiencia, de que la felicidad, en contra del imperativo de la razón más progreso más justicia, ya no es obligatoria, y muchas veces ni siquiera felicidad. Así no acaban nunca de aceptar ni de ponerse del lado de la fuerza de la vida, con sus luces y sus sombras, con su paz, su piedad y su perdón para sobreponerse a sus tortuosos y torturantes embistes.
Vivimos bajo la angustia que nos produce el síndrome del miedo del portero al penalti. Esa figura trágica que Peter Handke dibujó tan bien en su novela del mismo nombre, y que sólo, debajo de los palos, espera siempre lo inevitable, que más pronto que tarde le acaben metiendo un gol. Por mucho que los medios de comunicación lo digan, esa factoría de fabricar optimistas obligatorios-clónicos y en serie (ay, si Aldous Huxley levantara la cabeza), no vivimos surfeando sobre la euforia épica del delantero centro, siempre dispuesto a dejarse colonizar por los aullidos de la masa si mete el gol decisivo en el último minuto, siempre buscando que le aumenten su caché aunque el gol lo meta con el culo.
El mecánico Josep Bloch, el protagonista de la novela de Handke fue portero de fútbol, y no puede olvidar que un día se dejó meter un gol de penalty. Años más tarde lo despiden de donde trabaja y deambula por la ciudad sin que nada especialmente le llame la atención. Ni el cine, ni los escaparates, ni la tele, nada, ni el crimen. Acabará estrangulando a una chica a la que ha conocido ese mismo día. Esto es lo que va comiendo el terreno, sin que se den cuenta, a los irredentos pancarteros de la felicidad obligatoria. No tiene la contundencia ni la espectacularidad de una bombazo ni la aparatosidad lúgubre de una cámara de gas, pero eso es lo peor que se nos echa encima y que va corroyendo nuestro presente. La muerte de la novela es una tragedia, igual que las cincuenta millones de muertes de la guerra mundial fueron cincuenta millones de tragedias. Contadas una a una, biografía a biografía, dolor a dolor. Mal que les pese a los dueños de las divinas palabras.