martes, 22 de junio de 2010

GABRIELLE, de Patrice Chéreau


VOLVER ES PEOR QUE IRSE

Acuerde conmigo que la privacidad y la intimidad son dos aspectos de nuestra interioridad que se parecen como un huevo a una castaña. Hágalo lo antes posible si quiere salir con buen pie de los estragos de la otra gran coordenada que marca nuestros destinos, la exterioridad y su cohorte de banalidades. De los viajes a lo largo y ancho de esa exterioridad no le voy a contar nada que usted ya no sepa. Guías y viajeros tiene el templo de Internet como para que se canse antes de emprender el camino. Por ahí nada más le puedo desear que buen viaje y mucha suerte. De lo que yo quería hablarle era del viaje a lo hondo de nuestra identidad sensible, de la sensibilidad que nos singulariza como individuos o lo que sea. Para este itinerario no me atrevo a recomendarle nada, únicamente que se fije en todo aquello que la rodea para aniquilarla, falsificarla o revivirla: la privacidad, la publicidad, la tierra exterior. Le digo esto porque hay espectadores que delante de estos viajes a lo oculto que hay en nosotros pillan distancia y ejercen de entomólogos de andar por casa, oscilando en sus diagnósticos entre el absurdo y el ridículo. Aplican con rigor el manual de su profesión y dicen que la protagonista ya es mayorcita para andar con esos devaneos de adolescente, así habla quien es psicólogo, pelín carcamal todo hay que decirlo. Hay quien siendo arquitecto solo se fija en la manera que tiene el director de encuadrar la estación de ferrocarril metropolitano o la descripción de una envidiable residencia urbana de clase alta en cuyas habitaciones pululan y ululan los protagonistas, del resto del viaje hacia lo hondo dice, sin haber intentado meter siquiera un pie, que es bastante flojo. En fin, los hay que son economistas y dicen pomposamente que de las películas solo le interesan el argumento, y que, por tanto, para este viaje de escudriñe sentimental no hace falta tales alforjas, y ,sobre todo, tantos minutos de metraje, con la cuarta parte habría bastado para contar lo mismo.

Son gente que se creen que quienes caminan por filo de la navaja siempre son los otros, ellos simplemente se limitan a la levantar acta de la catástrofe inminente, sentados cómodamente en su butaca, ajenos a los tsunamis sociales y psíquicos del personal. Pero un día su mujer les dice “ya no te quiero”, mundo acabado, al menos el del tipo en cuestión, y empiezan a hacer gestos muy raros. Nuestro Jean Hervey, marido de Gabrielle, talmente. La diferencia es que Harvey trata con Chereau, y esos espectadores campanudos no hacen otra cosa que “maltratarse”. De nuevo el cine y la vida. De nuevo el valor de uso que tiene el primero cuando volvemos a la segunda. No se me subleven los cuerpos profesionales aludidos, no hace falta que diga que es un artificio retórico para ejemplificar lo que nos pasa a todos, salvo que hagamos algo para evitarlo. En esas estoy, y desde aquí le interpelo.

Ese algo tiene que ver con el esfuerzo de distinción que le proponía la principio: lo propio de la intimidad que no tiene que ver con la privacidad y la publicidad. Es decir, oponerse a las falacias que llevan confundir una con las otras. Transitar por donde propone Chereau obliga a este primer ejercicio, si no queremos poner a Gabrielle en un diván o encantarnos con el lujo que ostenta la burguesía de la época o exigir mas jaleo en el exterior ya que todos los matrimonios tienen problemas y tampoco es para tanto. Y tal, y tal. Transitar y acompañar al narrador de Chereau significa romper, a hachazos si fuera preciso, con el prejuicio de la teoría frutal de la intimidad, ampliamente compartido por psicólogos, sociólogos y demás creadores de opinión, incluidos no pocos directores de cine, que concibe a la persona como un aguacate. La piel exterior sería la publicidad, la capa protectora, brillante aunque algo áspera e indigesta, que se ve desde fuera y protege el interior; la carne nutritiva y suculenta (siempre a un paso de la corrupción) sería la privacidad, zona de madurez donde los individuos disfrutan del tesoro de sus propiedades salvaguardadas de la pública voracidad por el derecho que protege su libertad; y la intimidad sería el hueso opaco, macizo, impenetrable, corazón nuclear y semilla germinal que no tiene sabor ni brillo.

Chereau, como buen director de teatro, sabe que la intimidad esta ligada al arte de contar la vida, de darse cuenta de la vida, de tenerla en cuenta (y no, como suele creerse, a la astucia de no contar nada, no sea que luego vayan contando por ahí...), al arte de contar la verdad sobre la vida de los personajes. Chereau sabe que la intimidad es un hueco vacío dispuesto a que lo llenen con lo que destile la cara visible de la vida. Pero también sabe que para llegar tan adentro tiene que superar los obstáculos y las zancadillas que siempre le ponen la publicidad y la privacidad. Nada como la conducta de Gabrielle para facilitar ese ingente esfuerzo que, aún a su pesar, se ve obligado a hacer su marido Jean durante la película. No quiere ir por ahí, pero Gabrielle actúa como un frío detonante que constantemente lo empuja. Quiere volver a sus convenciones y apariencias privadas, pero Gabrielle actúa como un muro de contención hierático que le impide abandonar el camino de la verdad. Apoyándose en diferentes soluciones estilísticas, la fotografía de Gautier y el subrayado musical de Vacchi, vemos avanzar a Jean Hervey desde la estación de ferrocarril, pasando por las cenas esperadas por todos en su lujosa mansión de altoburgués, hasta el hueco aullante y sufriente de su intimidad - ahora si, definitivamente creada ante los ojos del espectador -, donde precipitan, se hacen tangibles a quien mira, el pavor y la tristeza que el abandono y el regreso de Gabrielle le están produciendo. Por mucho que lo edulcora con fiestas y atenciones, el intento de reanudamiento siempre le viene cargado de incertidumbre, y cada minuto que pasa de miedo. Sin nombrarlo directamente es eso lo que crea la intimidad, y no el hecho de confesar inmundicias o el de cargar secretamente con ellas sobre la conciencia.

Chereau sabe, porque ha leído bien a Conrad, que hay algo peor que te abandonen, que quien te ha dejado vuelva. Sabe y quiere que el espectador sepa con él. Y yo tan agradecido.