miércoles, 19 de mayo de 2010

CANNES 2010


Me gusta ir al Festival de cine de Cannes porque es un nolugar y un lugar a partes iguales. Los Oscars son un superlugar y, marginalmente, un nolugar. Los demás festivales, Gijón por ejemplo, el señor Takeshi tiene la palabra. Me gustan los nolugares como las estaciones de tren, los aeropuertos, las escaleras mecánicas, los hoteles, las galerías comerciales, las obras públicas, los vestíbulos de los cines, los puentes, los ascensores adornados. Me gusta ir Cannes por lo mismo. Me gusta ir tres días a lo sumo, sin organizar nada, un catre digno y poco más, ver tres o cuatro pelis en sala, si pueden ser gratis mejor, pasear por La Croisette, si es con un pastel de queso en la mano estoy cerca de la excelencia, y ver una peli a la hora entre perro y lobo que, con luna o sin ella, proyectan en la playa (este año La nuit de Varennes, de Ettore Scola, con un Marcello Mastroianni en estado de gracia). Luego volver a casa. Novecientos kilómetros, nueve horas de viaje, ida y vuelta. Más allá, creo que sucumbiría. No hace falta que le diga que soy un espécimen de los nolugares. En el ambiente de los Oscars me moriría. En Gijón no he estado pero creo que me encontraría muy cómodo. Por eso me atrae Cannes. Es una experiencia de riesgo, quiero decir de ese tipo riesgo al que yo me puedo atrever a enfrentarme. Ya me entiende.

En Cannes, las estrellas cinematográficas existen pero no se ven. Se mueven como los fantasmas y los gangsters, en limusinas y acojocoches de cristales ahumados. Si se ven, y a mansalva, a quienes únicamente las pueden hacer visibles a los mortales: las cámaras y sus propietarios, que esperan sin desfallecer veinticuatro horas sobre veinticuatro. Esperan delante de la alfombra roja, del hotel Carlton, o de cualquier sarao organizado allí mismo. Las cámaras babean de satisfacción la llegada de la gran instantánea, bajo el sol, el viento, la lluvia, la subida de la marea que este año se llevó por delante parte de los tenderetes que se encontró a su paso, y bajo la oscuridad de la noche, con luna y sin luna, que de todo hay en Cannes en mayo. Esperan y se aburren con parecida intensidad, porque las estrellas no acaban de salir nunca. Quede claro la apreciación, las estrellas cinematográficas no llegan, salen de los lugares que ocupan, y asoman su palmito a los nolugares, como lo caracoles sacan los cuernos al sol.

Ese empate del que le hablaba antes entre lugares y no lugares, hace que Cannes no tenga el record de ser la mayor concentración de vanidades del mundo por metro cuadrado. Pero, a cambio, el roce entre los rostros conocidos pero invisibles y los anónimos pero visibles produce unas chispas especiales que contaminan el ambiente sin remedio. Y también determinan la jerarquización de los nolugares. La fuerza imantadora, la capacidad seductora y ausente de los dioses cinematográficos pone orden en el aparente caos de los espacios anónimos. En primer lugar, y con diferencia, los tacones de vértigo sobre los que se desplazan, apunto de despeñarse, veinticuatro horas sobre veinticuatro (como verá, Cannes en mayo es sinónimo de full time), las aspirantes de síncope a salir del puto anonimato del nolugar. No paran, siempre van corriendo y dan la impresión que sin rumbo fijo. Para mí, lo más interesante de Cannes. Ya puede advertir que pelis he visto muchas y el cuché me tiene al día de cómo va la vida al margen de la crisis de los dioses cinematográficos. Pero los tacones de vértigo no serían nada sin las cámaras aburridas que esperan y esperan a las grandes estrellas. Lo tacones desean fervientemente que se fijen en ellos, que alguien los quiera, las cámaras están hasta la entrepierna de esperar y aceptan el reto. Quien sabe, pueden captar hoy el rostro y el cuerpo del mañana. Marilyn Monroe empezó así. Ver ese maridaje de conveniencia en directo es una de las escenas más hermosas y conmovedoras de Cannes. No solo es vanidad, mucha vanidad, que sí, es también todo lo que los grandes dioses cinematográficos ya han perdido: sencillez elemental en las poses, frescura en el trazo de las sonrisas que a todo ello acompaña, movimientos peristálticos llenos de nerviosismo como las gallinas, hambruna de brillar en lo más alto. Es la fragilidad e intensidad de quien se sabe efímero ante la amenaza de la frustración de que nadie llame, y que no deja de reflejarse en unos rostros a veces cansados de sostenerse a esas alturas estratosféricas. Entonces se bajan del andamio y se las puede ver andando descalzas y cabizbajas, con los tacones de vértigo entre los dedos echados sobre la espalda. Es la vida misma. Es el cine.

A otro nivel inferior ya se encuentran los periodistas, los gorilas que cierran el paso a los anónimos a los lugares VIPS de verdad, los críticos de cine y sus sentencias a punto de email, los vendedores de lo que haga falta, los azafatos y azafatas, también a buen ritmo, no corriendo como los tacones de vértigo, pero sin parar, veinticuatro horas sobre veinticuatro.

En el nivel siguiente toda la fauna que compone la selva del nolugar que existe en Cannes en estos días. Cada uno con su ritmillo, siempre masticando y con algo entre las manos, sin dejar de mirar y de ser mirados, ni un instante, porque Cannes es eso, descubrir que hay muchos otros que son como tú pero no son tú. Gentes que, al contrario de los habitantes de los otros niveles superiores, aparentamos que sabemos a dónde vamos y de dónde venimos. Gentes a las que los nolugares nos proporcionan una extraña sensación de paz entre tanto ajetreo y ostinada búsqueda de fama en la tierra y destino en el cielo.

Únicamente quedan al margen de este jolgorio, aunque con el mismo horario, los barrenderos y los polis, que limpian y vigilan, digamos, como lo hacen en Cannes los servidores públicos de lugares y nolugares, una clase especial de funcionarios que solo existen aquí y durante estos días.

Vi tres pelis. Una israeliana, una alemana y una mexicana. Y la que va a inaugurar el festival: Robin des Bois, de Ridley Scott. Si pienso algo, y me lanzo, ya le tendré al corriente. Mi mujer me dijo que había visto a Russel Crowe dentro de un bar bebiéndose una cañita. No seré yo quien le lleve la contraria. Monsieur Des Bois es un personaje capaz de todo lo que se proponga, hasta hacerse visible en medio del gentío boscoso que formamos los nolugareños de Cannes.