miércoles, 5 de mayo de 2010
TODOS LOS HOMBRES DEL PRESIDENTE, de Alan J. Pakula. NIXON-FROST, de Peter Morgan, dirección Âlex Rigola del Teatre Lliure
DUELO A MUERTE EN EL POTOMAC.
A orillas del rio Potomac, testigo de tantos enfrentamientos, en Washington DC, entre junio de 1972 y mayo de 1977, se batieron en duelo y hasta la última sangre todos los hombres del presidente de los Estados Unidos de América. Cuando digo todos quiero decir todos, los que lo auparon a la gloria y los que lo bajaron al infierno. Fue, sin duda, el duelo en tiempos de paz mas importante del siglo XX, el mas violento entre el poder político mas poderoso del planeta y uno de los poderes mediáticos mas influyentes, también el que dejó escrito con su reguero de víctimas como se iban a desarrollar los duelos políticos periodísticos (los genuinos duelos de la modernidad urbana) de los siguientes años y décadas. Y como las pistolas de aquel duelo de titanes en el OK Corral, cien años antes en las sucias calles agrícolas de Tombstone (Arizona), las maquinas de escribir y las cámaras de televisión de los años setenta del siglo XX dispararon sus balas, haciendo morder el alquitrán de la capital federal a muchos de los contrincantes.
De una parte la Casa Blanca, cuyo inquilino era Richard Milhouse Nixon, presidente de los Estados Unidos de América, y todo su equipo de colaboradores. De otra, en el primer asalto del duelo, The Washington Post, cuya propietaria era Kathariene Graham, estaba dirigido por Benjamin Bradley y el gerente Howard Simons, bajo cuya tutela trabajan los reporteros locales, Carl Bernstein y Bod Woodward y todos los hombres del periodíco, más la traición decisiva del confidente Garganta Profunda. Fue un duelo a cara de perro entre instituciones, fue un duelo antiguo. En el segundo asalto del duelo, David Frost, reportero estrella de audencias de aglomeración masivas y sus padrinos, contra Richard Nixon, ciudadano estadounidense. Fue un duelo entre dos ultranarcisistas a cara amable, con mucha ínfula y algo de magia, fue un duelo ante las cámaras de TV. Fue el primer duelo moderno.
Al contrario que en Tombstone, lo político y lo periodístico no se acabaron de matar al primer encuentro y se fueron buscando, a medida que evolucionaban e iban perdiendo gravedad, trabados en un insensata guerra privada durante cinco años. La lucha con el otro, para acabar con el otro, fue así, sin paradojas, el verdadero fin de su existencia durante esos cinco años. La cara sin rasgos de las intituciones fue dejando paso a los rostros individuales. Lo colectivo durante ese tiempo se diluyó y aparecieron los atributos propios de lo individual.
Antes de que todo ocurriera era dificil imaginar como héroes legendarios a unos tipos que estaban embotados en sus cuitas cotidianas. En la Casa Blanca, Nixon trataba de emular la seducción de Kennedy, que tanto le había jodido en su carrera política, y se había ido a saludar al mismísimo Mao a la China. Aunque Vietnam se le iba de las manos, no era propio del comandante en jefe del ejercito mas depredador del mundo manifestar algo parecido a un sentimiento de perplejidad. Solo sabemos por Oliver Stone que no fue así, que en realidad era un paranoico con episodios continuos de delirio y locura, antes que por todo lo que estaba pasando, por como infringía y laceraba su frágil estado de ánimo. En The Washintong Post, Bernstein y Woodward querian ser alguien en el periodismo, pero eso mismo lo querían ser miles de periodistas a su alrededor. Y muy lejos de allí un desconocido Frost velaba sus armas televisivas con la audiencia australiana, pero sabía que el bacalao de la gran televisión se cortaba en Estados Unidos, y eso le quedaba muy lejos. Esperaba.
Sobre todo porqué el duelo se presentaba muy desigual, no cabía la posibilidad de que se produjese el enfrentamiento. Pero yo creo que se produjo, por un lado, porque Nixon y sus cuates no podían imaginarse, allá en lo mas alto del poder mas poderoso, que alguien del puto suelo les pudiera retar. Por otro, porque Bernstein y Woodward se dieron cuenta de que tal despreocupación en alguien con tanto poder era letal, viendo en ello su mejor baza. Si nadie piensa que la guerra pueda tener lugar, todo el mundo actua y vive en paz, entonces es cuando la guerra estalla con toda su virulencia. Si piensas que alguien te puede hacer sombra, nada más que sombra, de aquí a diez años, lo mejor es que lo fusiles mañana al amanecer (Josif Stalin, dixit).
Por el contrario lo de Nixon y Frost fue un duelo preparado en toda regla, con una bolsa muy jugosa incluida, diseño de diferentes escenarios en diferentes soportes, distintos puntos de vista, árbitros, luz y taquígrafos, quiero decir, la televisión y cuatrocientos pares de ojos pendientes, unos pocos menos en las butacas. Todos los matices que pueden dar de si los cinco sentidos sobre un escenario realista y conceptual al mismo tiempo. Por una vez el periodismo abandonó su linealidad en la búsqueda de la verdad y se arriesgó por los caminos tortusos y ambiguos, que es lo propio para encontrar a tan escurridiza señora. Sobre el escenario Frost perdió las maneras del sabueso perdiguero, y, sin embargo, las representó como nunca vestido de gentelman británico. De todo ello salió vencedora la palabra, que volvió a ser la auténtica protagonista de la velada. No cabía el empate, solo podía haber un vencido. Al contrario que en el primer duelo la preocupación por ambas partes era extrema. El periodista a punto de conquistar la gloria contra el angel caido, que no quería acabar definitivamente en el infierno.
En el primer duelo casi nadie se dio por aludido, disuelto en la abstracción propia de las instituciones en liza, hasta que en agosto del 1974 Nixon presentó su dimisión. En el segundo duelo, sin embargo, lo que se dirimía, en el fondo, era una cuestión de honor personal. Ahora eran dos caballeros. Uno, un periodista con ganas de comerse el planeta crudo, el oltro, el ciudadano-expresidente, libre de toda culpa por mor de su sucesor Ford que lo había indultado años atrás. Habian decidido cruzar el acero a orillas del Potomac para acabar de saldar las cuentas pendientes desde hacia tres años. Para mi, esta segunda cita fue el verdadero OK Corral del Watergate. Cara a cara y estilo florentino en las formas, pero a toda la sangre y a una única muerte en el fondo.
The Wasihintong Post, Bernstein y Woodward mediante, había expulsado a Nixon de la Casa Blanca, alanceándolo sin piedad, pero se les había fugado con vida por la puerta trasera, en un helicóptero, y con las cintas grabadas donde constaba la prueba inequívoca del imperdonable delito. Frost lo tenía delante, de igual a igual, para darle la estocada final. Como en 1960 delante de Kennedy, a Nixon le preocupaba el sudor de su sotabarba y su frente, la inclemencia que con él habían tenido siempre las cámaras de televisión en los momentos cruciales. Le preocupaba el sudor delante de las cámaras, como si se estuviese jugando de nuevo la Casa Blanca, pero no le preocupaba en absoluto la soberbia incurable de su carácter, que fue lo que le hizo perder el lance.
Frost lo dejó para el final. De los nervios, porque se le escapaba de nuevo, a punto de concluir el duelo, le preguntó si sabía que lo de las cintas era un delito imperdonable: no, si lo hace y lo aprueba el presidente de los Estados Unidos de América, contestó el expresidente. En ese momento el ciudadano Richard Nixon dejó de sudar para siempre. Frost no hizo otra cosa que mirar a los espectadores. Ni sonrió siquiera.