lunes, 31 de mayo de 2010

LA CINTA BLANCA, de Michael Haneke



POR COMPASIÓN

Al igual que en la literatura, hay un cine seminal y un cine crepuscular. En literatura William Faulkner es seminal, Samuel Beckett es crepuscular. El cine de John Ford es seminal, el de David Linch es crepuscular. La peli de Michael Haneke se mueve dentro del ámbito del primero, pero rayando con lo que ha habido en medio hasta la llegada del segundo. ¿Qué ha habido, y hay, en medio? Por un lado, todo lo que ha dado de sí la apabullante y fatua grandilocuente del poder financiero-militar del siglo XX, urbano y occidental, cada vez más abstracto y difuso, con sus dos guerras mundiales y sus centeneras de millones de muertos como las joyas de su cetro y corona a su cuenta particular de resultados . Por el otro, todo ese tipo de relatos e historias de gente que nos caen bien, que no paran de seducirnos con sus gracietas y sus pecados veniales, que se parecen tanto a nosotros que son mismamente como nuestro espejo de cabecera: cobardes, interesados, a menudo obtusos, débiles de carácter pero siempre dispuestos a comerse el mundo, matando a quien haga falta con tal de ser lo que aparentan. Ese aspecto fronterizo es lo que hace a la peli de Haneke muy interesante. No he dicho apasionante, como dice mi amigo, he dicho interesante.

¿Qué quiere decir seminal?, que vuelve al origen, que se nutre de los elementos primarios que lo forman, su fisicidad como cuando el mundo empezaba, o no se movía tanto, es de un rigor inapelable. ¿Qué quiere decir crepuscular?, que con su lenguaje quiere representar que esto, de tanto marear la perdiz, se ha fragmentado sin vuelta a atrás, que ha entrado en una época de acabamiento, su liquidez y evanescencia, su falta de destino dominan el cotarro narrativo. Es la segunda ley de la termodinámica aplicada a la creación artística.

¿Qué hace Haneke?: volver al origen. Podía haber elegido el crepúsculo y lo habría hecho igual de interesante, a este hombre le sobra el talento, pero elige volver al origen. A un cierto origen crepuscular, valga el oximeron, el anterior a la debacle europea. No vuelve en busca de soluciones, ni para culpar a nadie. Vuelve la vista atrás porque mirar solo hacia adelante ya no da más de sí. Aunque le cueste creerlo, vuelve la mirada hacia atrás con la cámara en el presente, y lo hace por compasión hacia nosotros, los espectadores actuales. No se ha ido al mundo rural para decirnos que guapos y qué civilizados somos los urbanos. Pienso que no. Guardamos en nuestro fondo de armario, moderno y civilizado, suficientes horrores y barbaridades como para anegar mil veces a aquel mundo rural. Por compasión hacia el espectador actual, digo, también podía haber elegido como hilo argumental cualquier episodio del final de las guerras napoleónicas, o de la guerra franco prusiana, o de las guerras de religión, en fin, se podía haber ido hasta Carlomagno el inventor del imperialismo europeo que “tantas alegrías” ha dado al mundo mundial. Por tanto, hay que fijarse muy bien en el momento que ha elegido, en el objeto de la narración y no okuparlo con prejuicios historicistas. Haneke sabe, como usted y como yo, que el ser humano es el único ser vivo que no está en su lugar. Vivimos desalojados, y eso nos angustia y es la fuente de todo nuestro dolor y sufrimiento, de ahí la nostalgia que no cesa del paraíso perdido. Haneke no quiere demostrar nada, simplemente lo quiere volver a intentar, desde la intuición y la sugerencia, aunando la confusión del momento actual y la fuerza expresiva y simbólica que supone poner delante de la cámara un mundo desaparecido, que nos pertenece. Frente a la dictadura de la actualidad, de repente, la eternidad.

Creo que fue Pascal, el Haneke del siglo XVII, quien dijo que todos los males nos vienen de no resignarse uno a quedarse tranquilo en casa: un viaje es una insurrección. Justo cuando acaba la peli, comienza el viaje insurreccional definitivo y final, que durara treinta años y que acabara, entre el Auschwitz nazi y el Gulag soviético, con todos los sueños, profusamente imaginados, de convertir a Europa en el paraíso terrenal. Vemos ese mundo rural y a esos tipos que hay echarles de comer a parte: brutales, egoístas, palurdos, intolerantes, antipáticos, también generosos y tiernos, obsesionados por su integridad nunca por su apariencia, siempre viles, humanamente viles, pero que a su manera se quieren con esa nobleza trágica con que funciona el amor en ese mundo. Cuando los dejamos, suben los títulos de crédito, y ha comenzado el principio de lo que más tarde serán los escombros sobre los que ahora nosotros vivimos. Años después, con esa voz cascada propia de una persona anciana y cansada, el maestro del pueblo, representante de la cultura y de la ilustración europea que iba acabar para siempre con todo ese mundo ancestral, irracional, feo y animal, desolado y perplejo no muestra el menor atisbo de satisfacción ni da crédito a lo que ha pasado. Pero usted y yo si lo sabemos. ¿Verdad?